Vivir en las
nubes es algo que no se lleva, que no vende, por lo tanto, no interesa.
Esta nuestra
sociedad actual, la avanzada del siglo XXI en la que todo es comercio, ese
lenguaje universal que a todos llega, está inundada por el consumismo más
absoluto e irresponsable, por la competitividad más despiadada y del progreso
desmedido a costa de lo que sea. Por todo ello, las actividades que
aparentemente no reportan un beneficio material inmediato son desechadas como
todo, como la mayoría de las cosas, de las personas, de los enseres que hoy en
día son de vigencia muy limitada, de usar y tirar.
Pero
paradójicamente, y en medio de esta vorágine en la que el ser humano acaba
devorando su propia vida de manera absurda, de vez en cuando, se produce el
milagro y se despierta una mente que se para a pensar, a reflexionar. Y lo
mejor de todo, es que esa sola mente, es capaz de arrastrar a muchas otras, de
zarandearlas, de despertarlas y sacarlas de su nocivo letargo.
Cada vez más son
los que se descuelgan de este loco tiovivo frenético, que abandonan sus
esplendorosos puestos de ejecutivos y marchan al más pequeño pueblo que puedan
encontrar. Son privilegiados de ideas lúcidas que se dan cuenta del desperdicio
que día a día hacemos de nuestra propia vida, de tan preciado don.
Estas personas
quieren recobrar el sentido de saberse vivo, de sentirse dueños de su propio
tiempo, y quieren recobrar la intensidad y el contacto con la realidad de lo
que late, de lo que nos da el aliento.
Nunca el tiempo
es perdido, y pasar una tarde entera observando como las nubes se deslizan por
el cielo, descubrir formas en sus siluetas es de una productividad preciosa,
certera y absolutamente verdadera.
Es difícil
vender lo que es gratis, la puesta de sol, la conversación con el amigo, el
silencio o simplemente la observación de nuestro hábitat, de lo que nos
envuelve, de lo que llevamos dentro. Es difícil poner precio a lo que tiene un
valor incalculable, a lo que no se puede poner en un escaparate, por eso, es
desestimado por los charlatanes de carromato ambulante, que han acabado
hincando sus siniestras garras en lo más hondo del sistema que rige los
estados.
También es
difícil, difícil y requiere una buena dosis de valentía el remontar el río, ir
contracorriente e intentar recobrar lo que es nuestro desde nacimiento, el
derecho a ser felices, a reír, a elegir libremente, a disponer de nuestro
tiempo, pero poco a poco surgen pioneros intrépidos.
Últimamente se
hacen más eco los movimientos a nivel planetario de “la desaceleración”, de la
“simplificación de la vida”. Conceptos, como el consumo responsable, y el
desarrollo sostenible se van abriendo camino tímidamente, pero de manera firme,
en medio de los grandes debates, de las grandes reuniones. Ganan adeptos estas corrientes
que dan la voz de alarma sobre lo que es necesario tener en cuenta para evitar una
catástrofe silenciosa pero certera. No se puede dar a cambio del crecimiento
económico continuo e ilimitado, la degradación del planeta o del propio ser
humano.
Vivir en las
nubes no es más que amarnos a nosotros mismos por encima de todo, es saber que
es lo que realmente nos hace feliz, que es lo que verdaderamente necesitamos, y
donde está el límite entre nuestra propia libertad y el respeto hacia los demás,
hacia todo lo demás.
Imaginar una
vida más natural, más humana no tiene porqué ser un sueño, no tiene porqué ser
la cándida ilusión de unos pocos. Vivir en las nubes es posible, cada vez más
posible.
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