miércoles, 22 de noviembre de 2017

APACHE

Fuiste mi primer caballo, mi único caballo. Poseer un animal de tu categoría, no es barato, y por eso era reticente a tu compra. Me opuse, pero quien te trajo, quién te impuso de regalo a mí, no atendía a sensatez, ni a mandato alguno, así que mis “noes” no sirvieron más que para gastar energía y saliva; porque antes de que me diera tiempo a asumir tu posible presencia, ya estabas bajo mis piernas: respirando, andando, sintiéndome.

Tu hermosa capa Pía en Isabela (blanco y marrón) inspiraron sin duda tu nombre: Apache. Tu aspecto era igual al de los caballos que montaban los indios en las míticas películas del Oeste. Lo que te dotaba de una singular hermosura.

¡Contigo aprendí tantísimo! Tuve que aplicarme en las formas de arreglarte para la monta, en tu limpieza, tus cuidados, tu alimentación. Todo era nuevo y terriblemente apasionante para mí. Fuiste bueno y paciente desde el principio. Aturdido, en los inicios de nuestra relación, sin saber cómo interpretar mis torpes órdenes, cuando no sabía guiarte ni a derecha, ni a izquierda, ni en el “so”, ni en el “arre”. Perezoso andaluz, que no gustabas andar por el sol, y miedoso perdido para cruzar charcos. No fui capaz de hacerte pasar por ninguno.

Cuando tienes de amigo a un caballo, como eras tú, es como que un nuevo mundo con infinidad de incógnitas se abriera en un momento. Cada día que iba a verte, mi estómago se tensaba. Sabía que aún sin querer, un mal movimiento involuntario por tu parte, podría acarrearme fatales consecuencias, dadas tu fuerza y tamaño. Así que era todo observarte, medir la distancia y cuidar cada uno de tus gestos.

Los caballos sois seres excepcionalmente sensibles, capaces de oler el viento, de escucharlo. A pesar de vuestra altura y magnitud física,  el cuero que cubre vuestro impresionante cuerpo responde al más ligero de los roces, de los contactos. Una extensa red de sensibilidad neuronal recorre toda vuestra superficie. Vuestros oídos siempre en alerta y en continuo movimiento, vuestras orejas, son capaces de captar el más mínimo de los sonidos. Vuestro ser, en pleno, está diseñado para permanecer en un estado de vigilancia constante, requisito imprescindible para vuestra supervivencia. Por todo ello, la comunicación con vosotros, es sumamente especial, y responde a un vínculo que tiene que nacer y desarrollarse día a día, un vínculo de confianza mutua, de apego y de complicidad.

Apache, no te quejabas cuando te colocaba mal la cabezada, que era las más de las veces, que incluso aplastaba tus orejas para conseguir hacerlas pasar por donde debían, y de últimas, incluso me ayudabas y tomabas tú sólo el bocado con los dientes. Solías guiarme tú a mí, más que yo a ti, porque no me gustaba ni forzarte, ni hacerte un paseo incómodo. Me negué en redondo a utilizar fusta o espuelas. Quería que fuera una relación lo más amable posible, desobedeciendo a la clásica escuela de dominancia, que predomina en la doma equina. En realidad no me gustaba montarte. Mi peso, más el de la silla me parecían demasiado para tu lomo. No me sentía cómoda sobre ti. Por el contrario, disfrutaba más a la vuelta cuando te quitaba todo el correaje, cuando te aliviaba del peso de la montura, cuando te duchaba, cuando te cepillaba y limpiaba tus cascos. Cuando te acariciaba y te contaba cosas al oído.

Tus ojos. Escudriñar tus ojos me fascinaba. Aquellas grandes pupilas ovaladas, como aplastadas. Tan mágicas, tan misteriosas. Esas enormes pestañas que coronaban tus párpados. Absorbía, bebía toda tu belleza como si fueras un cáliz sagrado. Tu musculatura, tu piel brillante de sudor. Tu mezcla de colores, tu pelaje.

Otro momento de comunión entre nosotros, se producía con la comida. Ponerte tu ración de pienso,  paja y alfalfa era algo que me encantaba. Verte hundir tu hocico en el montón de grano y degustarlo, me llenaba de satisfacción. Y sobre todo, me divertía horrores, darte zanahorias. Esas que astuto detectabas en mis bolsillos, y que hociqueabas, aun teniendo de por medio la tela de la chaqueta, y el plástico de la bolsa que las envolvía.

Apache, me encantaba rodear con mis brazos tu cuello, y creo que a ti también que lo hiciera. Sentir tu calor.

Al principio de subirme en ti, no sabía ni como conducirte, y al final, casi eras capaz de leer mi pensamiento, y te adelantabas con tu movimiento a mis intenciones. De ahí tu nobleza. Tú, capaz de derribarme y destrozarme a voluntad, doblegado a mis caprichosos deseos. Fue muy bonita nuestra historia.

Me enteré que te fuiste hace poco. Me tuve que despedir de ti hace unos años. Cosas de la vida, del torpe e imperfecto amor entre humanos. Él y yo no podíamos seguir juntos, y yo no podía cuidarte, alimentarte. Así que te di unos últimos besos. ¿Recuerdas? Unos últimos abrazos y unas últimas zanahorias. Lloré. Y te eché muchísimo de menos. Había momentos en que sentía una especia de necesidad física de ti, te tocarte, de acariciarte, de besar esa parte blandita entre tus ollares.


Apache, cuando supe que te habías marchado, sentí enormemente no haber estado a tu lado en tus últimos momentos, para consolarte, para volver a decir que te quería y que fuera lo que fuese lo del más allá, sería hermoso, muy hermoso, porque seres como tú van allí.