miércoles, 5 de julio de 2017

VIDA DE PERROS


La naturaleza siempre manda. Cada uno hemos nacido con unas características que determinan, en buena parte, la trayectoria de nuestros caminos. Hay rasgos de nuestras personalidades, que queramos o no, estarán siempre presentes y nos acompañaran hasta el último aliento.

En mi caso, es la querencia perruna. Esa atracción por los canes que me lleva acompañando desde siempre que recuerdo. No levantaba medio metro del suelo y ya andaba, en las vacaciones estivales, rodeándome de cuadrúpedos que medían más que yo. Gozaba de sobetear a los perros lobo, que mi vecino, del pueblo al que iba en verano, utilizaba de eficaces guardianes del ganado vacuno. Mi empatía por ellos hacía que sisara, de la nevera, comida a mi madre, y se la bajase a ellos, hambrientos siempre. Y al tener que regresar a mi ciudad y despedirme de aquellos de entonces, ¡qué tragedia!, ¡qué lloros! Iba uno por uno, diciéndoles adiós con tierno beso en la cabeza, mientras comprendía en mi prematura lucidez, que quizá al año siguiente ya alguno de la jauría faltaría, incapaz de soportar el duro invierno de hielos y hambre. Tal pensamiento provocaba aún más que mi llanto les emparara sus preciosos pelajes. Les abrazaba y encontraba en ellos consuelo a cualquiera de los duelos infantiles, que por cualquier contratiempo o capricho, en aquellos días pudiera tener.


Aquello fue el prólogo de una vida en la que comenzaron a aparecer cánidos. Tras años de insistente, incansable y machacante demanda a mis padres por tener un perro, dieron su brazo a torcer con mi primogénita Wendy, a la que adopté con tan sólo quince días, y a la que saqué adelante, a pesar de mi adolescencia, con noches en vela y biberones cual bebé humano. Su muerte tras trece años de leal compañía me sumió en una depresión y un dolor tal, que me hizo renegar de ellos, y no querer que perro alguno volviera entrar en mi casa.

Pero con el paso de los años, y el alivio de aquel primer luto, comencé a flaquear. Porque hay pasiones a las que no se les puede poner mordazas, ni cerrar puertas, y al tiempo hallé el modo de compaginar su compañía, evitando el encariñamiento excesivo. Comencé a colaborar con una protectora de animales. Allí podía mantener contacto con gran variedad de canes, y aunque el que la mayoría manifestase patologías físicas y/o mentales supusiese un hándicap, el gozo de poder mantener contacto con esta bendita especie, se sumaba la satisfacción de prestar mi ayuda a mejorar sus maltrechas vidas. Amadriné a Travis, mestizo, medio pastor alemán, medio nórdico, enfermo de miedo y dulce como la miel, de la que sus ojos tienen el color. De cuyo tutelaje y terapia me sigo encargando después de 9 años, ya.

Y así trascurrían mis días felices con ellos, pero sin ellos, hasta que no tardó en atravesarme con su flecha el cupido canil, y cruzárseme en mi vida un tal Romeo. Otro mestizo color canela de diez años que me sedujo, haciendo honor a su nombre, y al que me fue imposible cerrarle las puertas de mi casa, y las de mi corazón. Pude por su edad, disfrutar pocos años de él, pero fue ese tiempo tan intenso y cargado de tantos momentos especiales, que su despedida fue dura al extremo. Aunque para entonces, ya el dolor no me servía de disuasión para alejarlos de mi casa. Romeo y la lucha que mantuve contra mi  propia debilidad me ayudaron a tomar la determinación de que lo mío no era capricho, si no vocación. Una razón de ser, y un objetivo de vida. Una misión, la de ayudar a todo perro que pueda, el mejorar sus vidas y el alimentarme de su amor. Con todos y cada uno de ellos he aprendido y he desarrollado el músculo de mi corazón. Con ellos no he dejado de ensayar el cariño ni un solo instante, y frente a las continuas decepciones humanas, los perros me han servido para no abandonarme en la amargura, y me han ayudado a ser mejor persona.

Es de ley que les devolvamos la confianza que ellos pusieron en nosotros, desde el inicio, desde el momento en el que decidieron desgajarse de su vida salvaje y libre para sentarse a nuestro lado, para acompañarnos en nuestro caminar. La única especie que eligió seguirnos. Abandonó la trepidante existencia lobuna y se hicieron domésticos. No merecen ni traición, ni abandono. No puedo dar mejor consejo que el que se dejen abrazar por sus miradas, que se dejen enseñar a querer, a querer de verdad, sin condiciones, sin cuidados, sin mesura. Quizá ellos sean los verdaderos enviados de Dios, quizá sean los verdaderos profetas, los verdaderos mesías.

Actualmente compagino mi pequeña colaboración con la protectora, con mi nueva amiga Rita a la que no llega el año que adopté. Una canijilla mezcla de mil colores y mil razas, y  lista como un ratón. Es joven y espero que la vida nos depare mucho tiempo juntas. Ojalá todo el mundo fuera capaz de sentir lo que yo siento cuando estrecho su pequeño cuerpecito contra mí. Ojalá, porque sería un regalo de felicidad tan grande que aminoraría en gran porcentaje el  cupo de errores que se cometen a diario. Ojalá algún día, todo el mundo sepa apreciar esta maravilla de la vida. Ojalá, ya no sólo por salvarles a ellos, sino también por salvarnos nosotros.