domingo, 25 de diciembre de 2016

RELATOS: PARA SIEMPRE

El tiempo es el camino por el discurre la vida, pero a veces, ese camino se accidenta y la vida se detiene. Se queda anclada en un momento, repitiendo la misma historia eternamente.

Comenzaba a caer aguanieve desde el cielo de Madrid. Un cielo plomizo, sucio y gris. Las calles atiborradas de gente y de coches, dificultaban un tráfico que impedía que el autobús que yo esperaba cumpliera su horario. Yo tenía prisa, llevaba retraso con mi agenda de compras y citas propias de la Navidad. Sólo me percaté de su presencia cuando comenzó a hablar.

-Ese era el hotel Continental.

Una señora muy delgada, sentada en la parada, se refería a la enorme mole de hormigón que configuraba el edificio  del enfrente, y se erguía majestuoso al otro lado de la calle.

-Sí, y la habitación que reservábamos era la 209. Ahí en la segunda planta. Aquella ventana- señalaba.

La mujer ya peinaba abundantes canas, y su cara mostraba arrugas, pero aun así dejaba intuir la belleza de una juventud ya muy pasada. Su ropaje era elegante y de calidad, aunque pasado de moda, con lo que también adiviné cierta clase y esplendor, que en otros tiempos debieron ser admirados.

 
-Siempre ocupábamos la misma. Día y mes en el que estuvimos juntos por primera vez: dos de septiembre-. No miraba a nadie, sólo sus pupilas clavadas en el edificio que había cedido sus funciones de supuesto hotel, a las de bloque de apartamentos y oficinas, con una fría sucursal bancaria, y una hamburguesería en sus bajos.


En un movimiento de sus manos, me percaté de que llevaba las muñecas vendadas. Tuve claro su trastorno y me sobresaltó la duda de quedarme a escucharla, de viajar a su historia e intentar rescatarla de su pasado, de su amor fallido, de unas promesas falsas, y un sueño roto, pero mi autobús llegó. Yo miré el reloj y vi que se me hacía muy tarde. Me esperaban. Mientras subía, no dejé de mirarla. Seguía hablando: -No, no, Manuel no llamó más, y no dejó ningún mensaje en recepción, ninguna carta- volvía a sonreír.
-Sí, era aquella ventana, la habitación 209- repetía su mantra.

Desde la ventanilla vi como su frágil figura empequeñecía según yo me alejaba. Me invadió la tristeza, y la culpa por dejarla allí sola junto a su ayer para siempre. Miré hacia delante. ¡Mísera realidad! Nadie espera, cuando el tiempo corre, y la vida avanza.

viernes, 9 de diciembre de 2016

EL PRECIO JUSTO

Recordarán, algunos, otros ya no, el programa que presentaba el mítico y desaparecido Joaquín Prats: El precio Justo. Para quienes desconozcan, se trataba de un concurso en el que los participantes tenían que acertar el precio exacto de los artículos que se les mostraban. Cuadrando al céntimo, a la peseta de entonces, para poder ganar.

A mí me ha venido este espacio televisivo a la cabeza porque lo equiparo al punto exacto de equilibrio que debería alcanzarse en políticas sociales y de inmigración, para que todos salgamos beneficiados. Para que las desigualdades e injusticias no caigan a un lado u otro de la red. 

Partimos del punto de encuentro que es esta parte del globo terráqueo. Es decir, occidente, que junto con Australia, China y Japón ha conseguido un grado de desarrollo económico y cultural tal, que nos mece en la gratitud, la placidez; y que con las querencias satisfechas nos hace mirar alrededor y volvernos buenos, solidarios. Somos humanos, y por lo tanto sentimos misericordia y necesidad de ayudar al prójimo más desfavorecido. Queremos abrir nuestros corazones, nuestras casas y nuestras fronteras al hermano. Hasta aquí todo en orden. En tal estado, nos convertimos en objeto del deseo para la población más desfavorecida del planeta. Los medios de comunicación ahora llegan a todos los rincones, y ven, y quieren venir también a mojar salsa. Lógico, pura supervivencia.



El problema surge cuando, el sufrimiento, la escasez y la frustración convierte a las personas  de allá en seres no tan dulces, y quieren ocupar un espacio que lo consideran de legítima pertenencia, y no contentos con adaptarse al acomodo que les proporcionamos, traen su mochila cargada de  una ambición, una cultura, una religión y unas costumbres propias, a las que no están dispuestos a renunciar. También proyectos que en algunos casos no concilian con lo que estimamos oportuno, con lo que nos conviene o beneficia.

Surge en este punto, no en todos, es obvio, el conflicto, el choque cultura en el mejor de los casos, con creación de guetos, casas hacinadas, conflictos de convivencia vecinal y pequeños delitos. Llegando al objetivo de conquista territorial e imposición religiosa con métodos violentos y de terrorismo en el peor de ellos.

El descontento social lleva siempre a elegir opciones extremas. En la Alemania del Tercer Reich, el nazismo no se hizo con el poder en un golpe de Estado, si no que se ganó el mandato democráticamente en la urnas. Una Alemania con el 40% de paro alcanzaba unos niveles de frustración que demandaba fervientemente una reafirmación desechando de raíz el supuesto culpable de su deshonra: el pueblo judío enriquecido.

Fijándonos en el pasado, podemos sacar conclusiones premonitorias para el futuro. Un futuro que ya comienza a reflejarse en los éxitos electorales de la derecha más proteccionista en los países más desarrollados.

Nadie quiere ser tildado con el titulillo de xenófobo, pero el miedo es tan legítimamente humano, como el hambre o la sed. El miedo a todo aquello que nos perjudica o sospechamos pudiera llegar a hacerlo.


Conseguir una igualdad justa, no es el proporcionar a todos lo mismo, si no proporcionar las mismas oportunidades y obligaciones en la medida de capacidad que cada Estado posea, sin lastimar el bienestar  propio alcanzado, sin quebrar una cultura libre y rica, forjada de siglos y sacrificio. 

¿Egoísmo? No, también es supervivencia, tan legítima como la del que emigra a otro país en busca de una vida mejor.  De lo contrario, se cae en la ley física, que nunca falla, de los vasos comunicantes. E inevitablemente al abrir paso entre dos recipientes con líquido  a distintos niveles, uno ha de bajar para que el otro suba. 

No es fácil para los dirigentes encontrar la solución que agrade a todos, que quede bien en el discurso electoralista y que de votos de unos y de otros. Que no nos haga sentir deshumanizados por no brindar apoyo a las carencias ajenas, pero tampoco desatender el interés propio otorgando beneficios y prioridades a los foráneos, dejando a los autóctonos en inferioridad de condiciones. 

Es un deber moral ayudar, pero ¿cómo y cuánto?


La medida justa y virtuosa es la clave para que no se genere conflictos, para poder convivir en paz con los demás y con nuestras propias conciencias. Complicado dar con el precio justo a pagar para que salgamos ganando todos.

domingo, 28 de agosto de 2016

VERANO DEL 41

El olor a siega se mezclaba con el de pino que las ráfagas de cálido viento traían desde el monte. El calor de aquel día, intenso, había forzado al campo a soltar su aroma. Dos años escondido y aún se embriagaba con aquello. Por eso se había resistido a marchar, a huir. Eso era de cobardes, y él no lo era. Aquella era su tierra, su casa, su alma.

Una cosa es permanecer escondido, en la retaguardia, esperando el momento propicio para volver a la lucha, y otra bien distinta darse por vencido, perder la dignidad y la honra. Y entre día y día de pesaroso cautiverio, tomaba valor para bajar al pueblo.

El verano no se lo ponía fácil, porque despertaba en él más nostalgias que el invierno. Sobre todo cuando le llegaba la música de lejos, la que tocaban en la plaza; que era como un fantasma al que no veía pero que le poseía el cuerpo. Cerraba los ojos y en su mente la veía bailar con su vestido nuevo. Pequeñas flores verdes sobre un fondo malva. Podía sentir bajo su mano ajada, su cintura y oler el perfume que del pelo manaba.



No había luna, y como una serpiente pegado al suelo se deslizó. Era casi amanecido, y la oscuridad le propiciaba su objetivo. Por estar cerca de ella, le merecía la pena correr el riesgo. Poder decirla, hablarla. Aunque ella no llegase a verle a él, aunque fuera desde la distancia. Esos pequeños momentos le servían para continuar, para resistir.

-¿Volverás?
-Te lo juro
-Por lo que más quieras.
-Por ti, que eres lo que más quiero. ¿Y tú me esperarás?
-Siempre.
-¿Me serás fiel?
-Hasta que no respire

Ella cumplió, por eso cuando llegaron a su casa. Los guardias, ella no habló. Ni con el dolor de los golpes habló. Ni con la sangre corriéndole entre los muslos habló. No habló aquel día, ni al siguiente, ni durante los cinco que la torturaron. Ella no habló y él lo supo. Por eso no le quedaba otra que bajar de vez en cuando a visitarla. Para poder decirla, hablarla. Aunque ella no llegase a verle a él, aunque fuera desde la distancia.

-Estoy aquí, mi vida. Esta vez me ha costado más. Vino ayer mi hermana, a traerme algo de comer, y me contó que vuelven a buscarme. No se cansan. ¡Ya ves! Pero yo no me rindo. Eso nunca. Por ti, por mí, por todos. Eso nunca. Aguardo sólo, para poder volver a la lucha. ¿Te acuerdas cuando le cantábamos a las estrellicas? Eras capaz de inventar cada noche una copla nueva. Ahora, allí arriba, en el monte las canto yo. Así me siento que estoy contigo. Sí. Estoy contigo.

Aquel día, había sido muy caluroso, más de lo normal aún para un agosto de Jaén, por eso, susurrándole a la novia, se quedó dormido. Se descuidó. Quizá sin saberlo del todo, queriéndolo.

Al abrir los ojos, el sol le daba en la cara.

-Ven ustedes, ahí está.

-Levántese con las manos detrás de la cabeza.

Aturdido. Miró alrededor. Y paradójicamente no sintió miedo. Casi sintió alivio.

-¡Yo no me rindo!- gritó.

-No haga tonterías, y haga lo que le decimos.

Los fusiles le apuntaban.

Miró el retrato de ella en el mármol incrustado.

-Yo no me rindo. Sólo que me dejen con ella.

El sepulturero le miraba a los ojos.

-¿Me dejarás con ella?¿Aquí?- la tumba de la novia señala.

Los fusiles apuntaban.

-Déjese de comedias y vengase al cuartel.

Por los ojos, las lágrimas le brotaban. ¡La rabia!

En es el suelo una herrumbrosa cruz entre la paja asomaba. Se agachó, la cogió, y tras besarla, con ella y un enérgico impulso, el pecho se traspasaba.


La sangre manó roja y corrió por sus manos, por sus palmas. Cayó a la tierra y ya con ella se mezclaba.

lunes, 9 de mayo de 2016

ADIÓS ROMEO

Romeo es del color del caramelo. Aunque yo le suelo llamar tocinete o croqueta porque también le va con su gordura y tonalidad. Es de pelo corto y gesto triste, y sus dos ojos negros, ya velados por las cataratas, miran con esa mirada exclusiva y maravillosa que tan sólo los perros poseen.

Le conocí hace ya seis años, cuando él tenía diez. Intenté buscarle un hogar, cuando su antigua dueña ya no se iba a seguir haciendo cargo de él, algo que nunca llegaré a comprender, la manera tan cómoda que tienen muchos de anestesiar su alma y dar la patada a un amigo. Llegó sin esperarlo, por casualidad, y antes de que pudiera encontrarle una nueva casa, supo seducirme e impedir que me pudiera separar de él. Sus artimañas eran básicas, de primero de seducción perruna: seguirme a todas partes, pegarse a mí en cuanto me sentaba a leer o ver la televisión, clavarme los ojos y gimotear cuando estaba comiendo, darme lametazos a la que me descuidaba, y tantas otras tácticas propias de su endiablada y empática especie. Así que no pudo ser de otro modo que llegó el momento en el que tuve que decirle: tío, te quedas conmigo. Y firmamos este compromiso de por vida, el de querernos, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y enfermedad hasta que la muerte nos separase. De esa manera ocurrió, sin testigos, ni religiones de por medio. Sólo él y yo, sus ojos y los míos enfrentados y cómplices, entrando en esa extraña comunión que entre hombres y perros lleva ya muchos siglos sucediéndose. Una comunión, que partió de la decisión, que una buena mañana tomaron de desgajarse de la vida salvaje e iniciar una existencia doméstica junto a los humanos.

En estos seis años juntos, hemos vivido muchas experiencias. Hemos corrido por la playa, nos hemos revolcado por la arena, él escarbando como un loco cuando yo enterraba mis piernas. Hemos viajado muchos kilómetros en coche, Romeo apoyando su cabeza en el respaldo de mi sillón atento a la carretera, como pendiente de indicarme cualquier despiste por mi parte como conductora. He tenido que mediar en alguna que otra pelea con colegas, que tiene en su ADN algo de macarra y a según qué machos no les tolera ni un poco, pero eso sí, siempre galante con las hembras. Pícaro y despierto, ágil. Ha nadado en ríos hasta de Francia y ha montado en coche de caballos. Su vida no ha sido corriente, ni triste, ni anodina.


Ahora ya está viejito. Dieciséis años para un perro son como una centena para una persona, e inevitablemente comienza con serios achaques. Sus patas traseras le fallan, esas mismas que tanto han saltado y corrido. Casi no oye, y casi no ve. Ahora pasamos muchos momentos tumbados en el sofá, uno junto al otro, sintiéndonos el corazón, el calor y la vida. Levanta su mirada hacia la mía y sólo con eso nos entendemos. Sin palabras. Yo le arropo tiernamente y él acomoda su canoso hocico en un gesto de complacencia y bienestar.

El otro día sufrió un colapso al subir las escaleras porque la respiración comienza a fallarle. Yo pensé que era el final. Ha remontado y se le ve bien, pero me voy concienciando de que su ciclo de vida llega a su fin. El dolor sé que será intenso, y mi desconsuelo infinito. Tan sólo pido fuerzas para ese momento, para no fallarle en el último instante, para consolarle en su adiós, y permitirle marchar con la esperanza de un nuevo encuentro. Me gustaría que fuese como cada noche cuando voy a dormir, y le doy un último beso, cuando le tapo y le susurro al oído que le quiero.

Ser maduro significa eso, me dicen, aceptar que la vida tiene un fin, la vida y el amor. Tener que asumir que un día nos quedaremos absolutamente solos y que la belleza y la alegría de los seres a los que amamos se irán con ellos. La inevitable separación. La terrible y definitiva despedida.

De momento Romeo sigue ahí aguantando, acostado, aferrado a su cama. Me mira de soslayo mientras se adormece. Le observo con infinita ternura, viendo como sus párpados se vencen al sueño. Quisiera que fuese eterno, pero me ahogo y mis lágrimas brotan.