Fuiste mi primer caballo, mi
único caballo. Poseer un animal de tu categoría, no es barato, y por eso era
reticente a tu compra. Me opuse, pero quien te trajo, quién te impuso de
regalo a mí, no atendía a sensatez, ni a mandato alguno, así que mis “noes” no
sirvieron más que para gastar energía y saliva; porque antes de que me diera
tiempo a asumir tu posible presencia, ya estabas bajo mis piernas: respirando,
andando, sintiéndome.
Tu hermosa capa Pía en Isabela
(blanco y marrón) inspiraron sin duda tu nombre: Apache. Tu aspecto era igual al de los caballos que montaban los indios en las míticas películas del Oeste. Lo que te dotaba
de una singular hermosura.
¡Contigo aprendí tantísimo! Tuve
que aplicarme en las formas de arreglarte para la monta, en tu limpieza, tus
cuidados, tu alimentación. Todo era nuevo y terriblemente apasionante para mí. Fuiste
bueno y paciente desde el principio. Aturdido, en los inicios de nuestra
relación, sin saber cómo interpretar mis torpes órdenes, cuando no sabía guiarte
ni a derecha, ni a izquierda, ni en el “so”, ni en el “arre”. Perezoso andaluz,
que no gustabas andar por el sol, y miedoso perdido para cruzar charcos. No fui
capaz de hacerte pasar por ninguno.
Cuando tienes de amigo a un
caballo, como eras tú, es como que un nuevo mundo con infinidad de incógnitas
se abriera en un momento. Cada día que iba a verte, mi estómago se tensaba. Sabía
que aún sin querer, un mal movimiento involuntario por tu parte, podría acarrearme
fatales consecuencias, dadas tu fuerza y tamaño. Así que era todo observarte, medir la distancia y cuidar
cada uno de tus gestos.
Los caballos sois seres excepcionalmente
sensibles, capaces de oler el viento, de escucharlo. A pesar de vuestra altura
y magnitud física, el cuero que cubre vuestro impresionante cuerpo responde al más ligero
de los roces, de los contactos. Una extensa red de sensibilidad neuronal recorre
toda vuestra superficie. Vuestros oídos siempre en alerta y en continuo
movimiento, vuestras orejas, son capaces de captar el más mínimo de los sonidos. Vuestro ser, en pleno, está diseñado para permanecer en un estado de vigilancia constante, requisito imprescindible para vuestra supervivencia. Por todo ello, la comunicación con vosotros,
es sumamente especial, y responde a un vínculo que tiene que nacer y
desarrollarse día a día, un vínculo de confianza mutua, de apego y de complicidad.
Apache, no te quejabas cuando te
colocaba mal la cabezada, que era las más de las veces, que incluso aplastaba
tus orejas para conseguir hacerlas pasar por donde debían, y de últimas, incluso
me ayudabas y tomabas tú sólo el bocado con los dientes. Solías guiarme tú a
mí, más que yo a ti, porque no me gustaba ni forzarte, ni hacerte un paseo
incómodo. Me negué en redondo a utilizar fusta o espuelas. Quería que fuera una
relación lo más amable posible, desobedeciendo a la clásica escuela de
dominancia, que predomina en la doma equina. En realidad no me gustaba
montarte. Mi peso, más el de la silla me parecían demasiado para tu lomo. No
me sentía cómoda sobre ti. Por el contrario, disfrutaba más a la vuelta cuando te
quitaba todo el correaje, cuando te aliviaba del peso de la montura, cuando te
duchaba, cuando te cepillaba y limpiaba tus cascos. Cuando te acariciaba y te contaba
cosas al oído.
Tus ojos. Escudriñar tus ojos me
fascinaba. Aquellas grandes pupilas ovaladas, como aplastadas. Tan mágicas, tan misteriosas.
Esas enormes pestañas que coronaban tus párpados. Absorbía, bebía toda tu
belleza como si fueras un cáliz sagrado. Tu musculatura, tu piel brillante de
sudor. Tu mezcla de colores, tu pelaje.
Otro momento de comunión entre
nosotros, se producía con la comida. Ponerte tu ración de pienso, paja y alfalfa era algo
que me encantaba. Verte hundir tu hocico en el montón de grano y degustarlo, me llenaba de satisfacción. Y sobre todo, me divertía horrores, darte zanahorias.
Esas que astuto detectabas en mis bolsillos, y que hociqueabas, aun teniendo de
por medio la tela de la chaqueta, y el plástico de la bolsa que las envolvía.
Apache, me encantaba rodear con mis brazos tu cuello, y
creo que a ti también que lo hiciera. Sentir tu calor.
Al principio de subirme en ti, no
sabía ni como conducirte, y al final, casi eras capaz de leer mi pensamiento, y
te adelantabas con tu movimiento a mis intenciones. De ahí tu nobleza. Tú,
capaz de derribarme y destrozarme a voluntad, doblegado a mis caprichosos deseos. Fue muy bonita nuestra historia.
Me enteré que te fuiste hace poco.
Me tuve que despedir de ti hace unos años. Cosas de la vida, del torpe e imperfecto
amor entre humanos. Él y yo no podíamos seguir juntos, y yo no podía cuidarte,
alimentarte. Así que te di unos últimos besos. ¿Recuerdas? Unos últimos abrazos
y unas últimas zanahorias. Lloré. Y te eché muchísimo de menos. Había momentos
en que sentía una especia de necesidad física de ti, te tocarte, de
acariciarte, de besar esa parte blandita entre tus ollares.
Apache, cuando supe que te habías
marchado, sentí enormemente no haber estado a tu lado en tus últimos momentos,
para consolarte, para volver a decir que te quería y que fuera lo que fuese lo
del más allá, sería hermoso, muy hermoso, porque seres como tú van allí.