miércoles, 22 de noviembre de 2017

APACHE

Fuiste mi primer caballo, mi único caballo. Poseer un animal de tu categoría, no es barato, y por eso era reticente a tu compra. Me opuse, pero quien te trajo, quién te impuso de regalo a mí, no atendía a sensatez, ni a mandato alguno, así que mis “noes” no sirvieron más que para gastar energía y saliva; porque antes de que me diera tiempo a asumir tu posible presencia, ya estabas bajo mis piernas: respirando, andando, sintiéndome.

Tu hermosa capa Pía en Isabela (blanco y marrón) inspiraron sin duda tu nombre: Apache. Tu aspecto era igual al de los caballos que montaban los indios en las míticas películas del Oeste. Lo que te dotaba de una singular hermosura.

¡Contigo aprendí tantísimo! Tuve que aplicarme en las formas de arreglarte para la monta, en tu limpieza, tus cuidados, tu alimentación. Todo era nuevo y terriblemente apasionante para mí. Fuiste bueno y paciente desde el principio. Aturdido, en los inicios de nuestra relación, sin saber cómo interpretar mis torpes órdenes, cuando no sabía guiarte ni a derecha, ni a izquierda, ni en el “so”, ni en el “arre”. Perezoso andaluz, que no gustabas andar por el sol, y miedoso perdido para cruzar charcos. No fui capaz de hacerte pasar por ninguno.

Cuando tienes de amigo a un caballo, como eras tú, es como que un nuevo mundo con infinidad de incógnitas se abriera en un momento. Cada día que iba a verte, mi estómago se tensaba. Sabía que aún sin querer, un mal movimiento involuntario por tu parte, podría acarrearme fatales consecuencias, dadas tu fuerza y tamaño. Así que era todo observarte, medir la distancia y cuidar cada uno de tus gestos.

Los caballos sois seres excepcionalmente sensibles, capaces de oler el viento, de escucharlo. A pesar de vuestra altura y magnitud física,  el cuero que cubre vuestro impresionante cuerpo responde al más ligero de los roces, de los contactos. Una extensa red de sensibilidad neuronal recorre toda vuestra superficie. Vuestros oídos siempre en alerta y en continuo movimiento, vuestras orejas, son capaces de captar el más mínimo de los sonidos. Vuestro ser, en pleno, está diseñado para permanecer en un estado de vigilancia constante, requisito imprescindible para vuestra supervivencia. Por todo ello, la comunicación con vosotros, es sumamente especial, y responde a un vínculo que tiene que nacer y desarrollarse día a día, un vínculo de confianza mutua, de apego y de complicidad.

Apache, no te quejabas cuando te colocaba mal la cabezada, que era las más de las veces, que incluso aplastaba tus orejas para conseguir hacerlas pasar por donde debían, y de últimas, incluso me ayudabas y tomabas tú sólo el bocado con los dientes. Solías guiarme tú a mí, más que yo a ti, porque no me gustaba ni forzarte, ni hacerte un paseo incómodo. Me negué en redondo a utilizar fusta o espuelas. Quería que fuera una relación lo más amable posible, desobedeciendo a la clásica escuela de dominancia, que predomina en la doma equina. En realidad no me gustaba montarte. Mi peso, más el de la silla me parecían demasiado para tu lomo. No me sentía cómoda sobre ti. Por el contrario, disfrutaba más a la vuelta cuando te quitaba todo el correaje, cuando te aliviaba del peso de la montura, cuando te duchaba, cuando te cepillaba y limpiaba tus cascos. Cuando te acariciaba y te contaba cosas al oído.

Tus ojos. Escudriñar tus ojos me fascinaba. Aquellas grandes pupilas ovaladas, como aplastadas. Tan mágicas, tan misteriosas. Esas enormes pestañas que coronaban tus párpados. Absorbía, bebía toda tu belleza como si fueras un cáliz sagrado. Tu musculatura, tu piel brillante de sudor. Tu mezcla de colores, tu pelaje.

Otro momento de comunión entre nosotros, se producía con la comida. Ponerte tu ración de pienso,  paja y alfalfa era algo que me encantaba. Verte hundir tu hocico en el montón de grano y degustarlo, me llenaba de satisfacción. Y sobre todo, me divertía horrores, darte zanahorias. Esas que astuto detectabas en mis bolsillos, y que hociqueabas, aun teniendo de por medio la tela de la chaqueta, y el plástico de la bolsa que las envolvía.

Apache, me encantaba rodear con mis brazos tu cuello, y creo que a ti también que lo hiciera. Sentir tu calor.

Al principio de subirme en ti, no sabía ni como conducirte, y al final, casi eras capaz de leer mi pensamiento, y te adelantabas con tu movimiento a mis intenciones. De ahí tu nobleza. Tú, capaz de derribarme y destrozarme a voluntad, doblegado a mis caprichosos deseos. Fue muy bonita nuestra historia.

Me enteré que te fuiste hace poco. Me tuve que despedir de ti hace unos años. Cosas de la vida, del torpe e imperfecto amor entre humanos. Él y yo no podíamos seguir juntos, y yo no podía cuidarte, alimentarte. Así que te di unos últimos besos. ¿Recuerdas? Unos últimos abrazos y unas últimas zanahorias. Lloré. Y te eché muchísimo de menos. Había momentos en que sentía una especia de necesidad física de ti, te tocarte, de acariciarte, de besar esa parte blandita entre tus ollares.


Apache, cuando supe que te habías marchado, sentí enormemente no haber estado a tu lado en tus últimos momentos, para consolarte, para volver a decir que te quería y que fuera lo que fuese lo del más allá, sería hermoso, muy hermoso, porque seres como tú van allí.

miércoles, 5 de julio de 2017

VIDA DE PERROS


La naturaleza siempre manda. Cada uno hemos nacido con unas características que determinan, en buena parte, la trayectoria de nuestros caminos. Hay rasgos de nuestras personalidades, que queramos o no, estarán siempre presentes y nos acompañaran hasta el último aliento.

En mi caso, es la querencia perruna. Esa atracción por los canes que me lleva acompañando desde siempre que recuerdo. No levantaba medio metro del suelo y ya andaba, en las vacaciones estivales, rodeándome de cuadrúpedos que medían más que yo. Gozaba de sobetear a los perros lobo, que mi vecino, del pueblo al que iba en verano, utilizaba de eficaces guardianes del ganado vacuno. Mi empatía por ellos hacía que sisara, de la nevera, comida a mi madre, y se la bajase a ellos, hambrientos siempre. Y al tener que regresar a mi ciudad y despedirme de aquellos de entonces, ¡qué tragedia!, ¡qué lloros! Iba uno por uno, diciéndoles adiós con tierno beso en la cabeza, mientras comprendía en mi prematura lucidez, que quizá al año siguiente ya alguno de la jauría faltaría, incapaz de soportar el duro invierno de hielos y hambre. Tal pensamiento provocaba aún más que mi llanto les emparara sus preciosos pelajes. Les abrazaba y encontraba en ellos consuelo a cualquiera de los duelos infantiles, que por cualquier contratiempo o capricho, en aquellos días pudiera tener.


Aquello fue el prólogo de una vida en la que comenzaron a aparecer cánidos. Tras años de insistente, incansable y machacante demanda a mis padres por tener un perro, dieron su brazo a torcer con mi primogénita Wendy, a la que adopté con tan sólo quince días, y a la que saqué adelante, a pesar de mi adolescencia, con noches en vela y biberones cual bebé humano. Su muerte tras trece años de leal compañía me sumió en una depresión y un dolor tal, que me hizo renegar de ellos, y no querer que perro alguno volviera entrar en mi casa.

Pero con el paso de los años, y el alivio de aquel primer luto, comencé a flaquear. Porque hay pasiones a las que no se les puede poner mordazas, ni cerrar puertas, y al tiempo hallé el modo de compaginar su compañía, evitando el encariñamiento excesivo. Comencé a colaborar con una protectora de animales. Allí podía mantener contacto con gran variedad de canes, y aunque el que la mayoría manifestase patologías físicas y/o mentales supusiese un hándicap, el gozo de poder mantener contacto con esta bendita especie, se sumaba la satisfacción de prestar mi ayuda a mejorar sus maltrechas vidas. Amadriné a Travis, mestizo, medio pastor alemán, medio nórdico, enfermo de miedo y dulce como la miel, de la que sus ojos tienen el color. De cuyo tutelaje y terapia me sigo encargando después de 9 años, ya.

Y así trascurrían mis días felices con ellos, pero sin ellos, hasta que no tardó en atravesarme con su flecha el cupido canil, y cruzárseme en mi vida un tal Romeo. Otro mestizo color canela de diez años que me sedujo, haciendo honor a su nombre, y al que me fue imposible cerrarle las puertas de mi casa, y las de mi corazón. Pude por su edad, disfrutar pocos años de él, pero fue ese tiempo tan intenso y cargado de tantos momentos especiales, que su despedida fue dura al extremo. Aunque para entonces, ya el dolor no me servía de disuasión para alejarlos de mi casa. Romeo y la lucha que mantuve contra mi  propia debilidad me ayudaron a tomar la determinación de que lo mío no era capricho, si no vocación. Una razón de ser, y un objetivo de vida. Una misión, la de ayudar a todo perro que pueda, el mejorar sus vidas y el alimentarme de su amor. Con todos y cada uno de ellos he aprendido y he desarrollado el músculo de mi corazón. Con ellos no he dejado de ensayar el cariño ni un solo instante, y frente a las continuas decepciones humanas, los perros me han servido para no abandonarme en la amargura, y me han ayudado a ser mejor persona.

Es de ley que les devolvamos la confianza que ellos pusieron en nosotros, desde el inicio, desde el momento en el que decidieron desgajarse de su vida salvaje y libre para sentarse a nuestro lado, para acompañarnos en nuestro caminar. La única especie que eligió seguirnos. Abandonó la trepidante existencia lobuna y se hicieron domésticos. No merecen ni traición, ni abandono. No puedo dar mejor consejo que el que se dejen abrazar por sus miradas, que se dejen enseñar a querer, a querer de verdad, sin condiciones, sin cuidados, sin mesura. Quizá ellos sean los verdaderos enviados de Dios, quizá sean los verdaderos profetas, los verdaderos mesías.

Actualmente compagino mi pequeña colaboración con la protectora, con mi nueva amiga Rita a la que no llega el año que adopté. Una canijilla mezcla de mil colores y mil razas, y  lista como un ratón. Es joven y espero que la vida nos depare mucho tiempo juntas. Ojalá todo el mundo fuera capaz de sentir lo que yo siento cuando estrecho su pequeño cuerpecito contra mí. Ojalá, porque sería un regalo de felicidad tan grande que aminoraría en gran porcentaje el  cupo de errores que se cometen a diario. Ojalá algún día, todo el mundo sepa apreciar esta maravilla de la vida. Ojalá, ya no sólo por salvarles a ellos, sino también por salvarnos nosotros.

domingo, 23 de abril de 2017

VIEJOS

Mano sobre mano. Casi ciego y con una sola pierna. Sentado y silencioso. Así se pasaba sus últimas tardes, sus últimos días. Ya tampoco oía bien, y muchas de las veces le tenías que repetir las cosas dos veces y en alto. Por supuesto mi abuelo, que en otro tiempo fue vigoroso, alto y fuerte, y aunque pobre de recursos económicos, hábil en sensatez e inteligencia, valiente y justo.

Yo andaba entonces mal, triste, adolescente y por ende, perdida. Una vida nueva, en una nueva ciudad, a esa edad, no ayudaba a que encontrase mi lugar en el mundo. Así que mis días transcurrían de esta manera, junto a él. Al salir del instituto y con férrea disciplina, me obligaba a estudiar y a leer lo mandado.

Pese a su sordera, que ya mencioné, se percataba de mi andar descalzo. – Vas a ponerte mala. Los refriados se cogen por los pies— me regañaba mansamente. Yo me sorprendía de su capacidad para percibir que andaba sin zapatillas por la casa. Luego tomaba una bolsa de patatas fritas y la compartía con él, que aunque sin más dientes que uno, gustaba de deshacerlas en su boca y de sustraerles el sabor.

Y en esos momentos de complicidad compartida de nieta y abuelo se producía el milagro.  Era entonces, cuando los dos callados entre bocado y bocado, yo con mi libro entre las manos, surgía el encuentro.

— ¿Qué estás leyendo hoy? — me preguntaba dirigiendo su cara hacia mí, pero con sus ojos opacos de cataratas incapaces de percibirme con claridad.

— Tengo que leerme El Quijote— le contestaba.

Porque tuve la fortuna de pertenecer a una generación, en la que todavía en los planes de estudios era de obligada su lectura, y la Literatura reconocida asignatura de prestigio y necesaria presencia.

Yo para entonces, envuelta en el atolondre propio de la edad, no valoraba más allá. No era otra cosa para mí que una asignatura más, y una tarea de pesaroso cumplimiento. Y de aquellos días saco la enseñanza de que, muchas veces, la vida nos guía en contra de nuestra voluntad por el buen camino. Los caminos de Dios…
—¿Y en qué capítulo estás? —proseguía mientras degustaba el tubérculo manjar no entre los dientes, sino más bien entre encías. A lo que yo contestaba con el título del pasaje que correspondiere esa tarde. Y tras unos segundos de silencio, se arrancaba a relatarme con sorprendente certeza el contenido del episodio. Sí. Mi abuelo. No doctor, ni ingeniero. Era un simple agricultor que había aprendido a leer con El Quijote. Porque antes, en la Mancha, en las escuelas pobres de España en las que una única maestra daba clases a niños de muy diferentes edades, no había otro manual para enseñar las letras. El Quijote como único libro de lectura. Benditas criaturas que, pese a sus carencias materiales, frente a los actuales de móviles, tablets y ordenadores, poseían el mayor de los tesoros y la mayor de las fortunas al iniciarse en la lectura con tamaña joya.

Yo me maravillaba y me quedaba perpleja escuchándole. Acertaba en casi puntos y comas, y me deleitaba al escucharle y comprobar que con sus noventas años, era capaz de recordar con tan magnífica precisión la mejor novela del mundo, la creación literaria más grande de todos los tiempos.
Ahora ya no está, años hace que marchó. Pero cuando quiero recordarle, me viene a la memoria esas tardes de conjunta lectura. Le puedo ver sentado ahí en su sillón, contándome lo que yo al tiempo leía.
Viejos hombres y viejos libros. Unos aprendiendo de los otros, y los otros de los unos. Pasaron después y pasarán muchas otras lecturas ante mis ojos, muchas otras historias, pero siempre reinarán, sobre todas, aquellas tardes en las que mi abuelo y yo nos fundíamos con Cervantes en perfecta armonía, consiguiendo que por un momento la vida pareciera eterna.




domingo, 5 de marzo de 2017

AGUSTINA DE ARAGÓN

Sentada en el suelo, con sus deditos chicos y regordetes, repasaba la figura de la fotografía. Deslizaba sus yemitas de los dedos por el vestido, por el pelo, por el rostro de la mujer de la imagen. Su abuela dormida en el sillón había dejado caer el libro de sus manos. Alba con sus dos ojos como faroles y con sus sólo siete años, escudriñaba la estampa de la legendaria artillera aragonesa. Desde su corta edad no alcanzaba a comprender la magnitud del asunto, pero la intuición femenina que le era patrimonio por herencia de siglos, provocaba en ella una incontenible curiosidad. Dio un respingo cuando oyó a su madre, que a su espada la regañaba:

-¡Ya estás con el libro de la abuela! Cuando despierte se enfadará y con razón. Le cambias la página y luego no sabe por dónde iba leyendo.

-Es Agustina de Aragón-, contestó muy resuelta, la enana.


-Sé quién es. Tu abuela no tiene nada mejor que hacer que andar leyendo siempre y metiéndote disparates en la cabeza-. Lo dijo bien bajito para que su madre no alcanzara a oírla desde el plácido sueño que la había dejado con la cabeza ladeada colgando, y con un fino hilo de baba corriéndole por la barbilla. -¡Anda!, ayúdame a poner la mesa, que tu padre llegará en breve y querrá cenar, que vendrá cansado del trabajo.

-¿Por qué tú no trabajas, mamá?

-Porque tuve que dejar de trabajar para cuidar de ti.

Un enorme portazo despertó de golpe a doña Hortensia

-¡Vaya con la puerta! ¡Todos los días igual, no sabe este hombre cerrar con cuidado!-protestó la anciana.

-Vamos a ver mujer, que luego dice que no pega ojo por las noches. ¡Normal, si se pasa el día durmiendo!- Alfredo irrumpió en el comedor con la misma cara cansada de siempre. La niña corrió a echársele en los brazos vociferando “papás” durante la carrera.

Alfredo la dio un enorme beso, y acto seguido procedió de la misma manera con su esposa. Avanzó lánguido hasta el sofá y se dejó caer. Sin casi esfuerzo tomó el mando de la televisión y la encendió.

-Papá- se le acercó la niña-, yo de mayor quiero ser como Agustina de Aragón.

-Esa sí que es buena- sonrió el hombre-. ¿Y se puede saber el motivo?

-Porque dice la abuela que era una mujer muy valiente, que defendió su pueblo de quienes querían quitárselo.

-¡Carmen -gritó Alfredo desde su hundido asiento-, dile a tu madre que no le cuente tonterías a la niña, que se nos acaba metiendo en la Legión!

Doña Hortensia saltó de la butaca como un resorte, como si le hubieran puesto brasas en el trasero.

–¡La niña será lo que quiera ser! ¡Faltaría más! ¡Y yo no le cuento tonterías, le digo las verdades, que sea una mujer valiente que luche por lo que ella crea, que no se doblegue ante nadie y que sea libre!-. Comenzaba a enrojecérsele la cara.

Entro Carmen en el salón con una fuente de boquerones fritos.- ¡Venga a cenar ya, que se me hace tarde, que aún tengo que bañar a la niña, y planchar! ¡Que no me da el día!

Doña Hortensia siguió con el discurso:- ¡eso, eso, tu no pares, total…, como no trabajas…, que lo que haces en casa todo el día, como una esclava, es ocio! ¡Y gratis, sin cobrar un duro!

-¡Mamá, por favor, tengamos la fiesta en paz!

-Doña Hortensia, que yo también hecho una mano, pero no querrá que después de estar todo el día fuera de casa como un cabrón...-protestó Alfredo, sin poner demasiado empeño, y sin desviar la mirada de la pantalla del televisor.

Alba miraba a unos y a otros, y lejos de asustarse por el alto tono de la discusión, ponían tremenda atención para descifrar lo máximo posible de todos aquellos mensajes.

-¡Niña, tú estudia mucho! -la abuela insistía con su disertación-. ¡Consigue un buen trabajo y que te paguen lo mismo que a tus compañeros! ¡Defiende la igualdad, la justicia! No te dejes pisar, ¿me oyes? ¡Nunca! -Doña Hortensia movía el brazo derecho a cada frase apuntando con el índice a la pequeña.

-Abuela, ¿defender la igualdad con un cañón, como Agustina de Aragón?- preguntó la pequeña Alba, visiblemente emocionada, dando pequeños saltitos y agitando los brazos en el aire.

-¡Claro que sí reina mía, defiende la igualdad con un cañón, o con lo que hiciera falta!



jueves, 9 de febrero de 2017

HASTA QUE LA MUERTE LES SEPARE

Esta mañana salía temprano a pasear a mi perra, y me he topado en el rellano de la escalera con mi vecina que esperaba el ascensor. Iba vestida de negro. –Se ha muerto mi suegra-, me ha dicho. La he correspondido con el conveniente pésame y hemos bajado juntas, comentado que se iban al pueblo al entierro y esas cosas.


En la calle también de negro, aguardaba el marido. Con el gesto grave y los ojos cargados. También le presenté mis condolencias. La esposa le ha cogido de la mano con una ternura y un afecto infinitos. Cogidos así les he visto alejarse camino del coche. He pensado que esa estampa era, y no otra, la imagen de un amor verdadero.

domingo, 5 de febrero de 2017

RELATOS: EL ÚLTIMO TREN

Ya lo sabía yo. No podía ser de otro modo. En cuanto abrí el periódico y leí la noticia se me heló la sangre. Toda la piel igualita que la de una gallina. Me dije: - ¡ya lo venía yo venir! -.Y mira que me preocupé yo en llamar a los hijos desde mi propia casa. Y los hijos, ¡claro!, uno en Bilbao y el otro en Córdoba. De punta a punta, en sus negocios, en sus cosas.
Y luego me llamó la policía. Mi marido me advirtió que yo cuanto menos hablase mejor. Y qué les voy a decir, pues nada. Si total, ya qué más da.

Hubiese hecho para tres años que trabajaba en la casa del señor Serrano, que para mí don Manuel. Así le llamaban los amigos. Que buena cuadrilla tenía y venían a verle. Últimamente se quejaban de que no les acompañaba tanto. Este hombre se nos está apolillando, Bernarda - me decían-; a ver si le anima a que salga más-. Yo me encogía de hombros y seguía a lo mío, porque esta pandilla de abuelotes han leído lo suyo, y una se siente zafia al hablar delante de ellos, aunque don Manuel tenía en cuenta mi opinión y me pedía consejo para todo, que si para una corbata, que si para comprar esto o lo otro... En Navidades me hacía buenos regalos, pero todo comprao, nada de la casa, no se vayan a pensar. Era generoso y yo estaba la mar de a gusto con él. Tenía muchas joyas de su señora que E.P.D., pero esas ni tocarlas. Si tuviese hijas, -me decía-, sería distinto. Los hijos son más independientes y a las nueras no me sale el regalarles esto. A ver si llegan a tener alguna chiquilla y ya heredarán todos estos recuerdos. Hará un par de semanas que me sacó todo el joyero y me anduvo contando la historia de cada pieza. El collar de tal aniversario, los pendientes de cuando nos hicimos novios, la pulsera de cuando nació el mayor, etc. Últimamente me entorpecía mucho la faena, y me seguía como un perrillo por la casa para contarme andanzas de cuando mozo.

A doña Carmen no llegué a conocerla. Entré poco después de que falleciese. Antes se ve que se apañaban entre los dos y ahora pues, yo era la que le limpiaba y le guisaba. No era mucha tarea, porque un hombre solo, ya me dirá usted lo que ensucia. Y comer, cada vez menos. Últimamente he tirado para alimentar a una familia. Apuro me daba vaciar los perolos en el inodoro. Que tal como se los dejaba, así me los encontraba.-Se me va a poner malo-, le regañaba, pero se echaba una risilla y a sus cosas.


Una tarde al entrar me lo encontré en el salón sentado con el álbum de fotos encima de las rodillas. Adormilado. Con todas las persianas bajadas. Me dio un vuelco el corazón, pero al sentirme llegar abrió los ojos. -¿Qué hace aquí con to cerrao?-, le grité, -que se le va a asfixiar el pajarillo.

Rubio era un canario que tenía la mar de resalao. Era el único que ponía algo de alegría y bullicio con sus cantares y su color amarillo.
Al pájaro no le dejaba de atender. Le cambiaba su alpiste, su agua, le aseaba la jaula. Le gustaba hacerlo a él, porque me decía que su mujer le adoraba.

-Todas las mañanas cuando Carmen se levantaba, lo primero que hacia era correr a abrir bien el balcón para que Rubio comenzase con sus trinos, -me relataba el hombre-. Luego miraba si hacia calor o frío para colocar al bandido éste a la sombra o al sol. Como un rey le tenia, más que a mí le cuidaba. Se lo compré cuando se fue el pequeño de casa. Por eso de que se ocupase de algún ser vivo y no echase tanto en falta a los chicos. Un perro o un gato quizá hubiese sido mejor, pero se le antojó el pajarillo una mañana de paseo por el rastro.

En estos meses atrás me ganaba el sueldo más escuchándole que haciendo cosas. En cualquier momento se me presentaba en la cocina y me pedía que me sentase para que le escuchase sus batallas. Yo:-que no hago naaaa, don Manuel- ;y él: -¡ni falta que hace!
Daba gloria oírle porque se le ponía una cara de bendito que pa que. Entornaba los ojillos en señal de echar la memoria atrás, y luego iba hilando unas historias con otras.

-A doña Carmen la conocí en la guerra, para que vea usted que hasta en las peores circunstancias puede lucir el sol, -me narró un día-. A mi batallón lo destinaron a su pueblo y nos fuimos instalando en las casas de por allí. A mí me tocó en la suya, y nada más verla me pareció el ser mas hermoso que hasta entonces había visto. Pero antes había mucho respeto, y en los meses que estuve allí ni rozarla una mano más que en el baile que hicieron para la patrona. Que no eran tiempos de festejar, pero algo también había que alegrar al personal.
Luego carta va y carta viene. Y así tres años. Sin vernos. Para que vea lo que han cambiado las cosas. Cuando ya ahorré un dinero aquí, me fui para su casa a pedirle la mano al padre. Que para aquello había que tener más valor que para estar en el frente -se reía-. Yo sabía desde el primer instante que no podría vivir sin ella, y, sin embargo, ya hace tres años que...

Terminaba las historias con los ojillos vidriosos y yo al verle así, me levantaba  sacudiéndome el delantal y echaba a hacer algo con brío, para darle a él fuerzas.
-¡Venga, don Manuel!, que la vida es muy generosa. Ya le traerá nietos, y gozará con verles, -le animaba.

Cuando me decidí a llamar a los hijos fue el día que le oí decir que no pegaba ojo y que la cama se le crecía por las noches. Fue también por esas fechas que le anduvo susurrando al canario que pronto se encontrarían con la amita.
Los hijos, tanto uno como el otro, le restaron importancia. Dijeron que ya hablarían con él para que fuese a hacerse un chequeo, o un análisis. Y con esas me colgaron. ¡Como si en la sangre se pudiesen ver las ideas y las penas!
Pero claro, yo de esto ni mu a los agentes cuando me llamaron. Se ofrecieron a acompañarme al piso a recoger mis cosas. Porque aunque tenía llave no podía ir sola, ni lo hubiese preferido.
Para que luego digan que no existe el amor, que yo bien claro lo veía todos los días en la mirada del don Manuel, que si le hubiesen dado a elegir, hubiese preferido irse él antes que su señora.
El cáncer se la llevó, según me contó. El puñetero cáncer que a saber de qué diablos hay tanto.
- Cuando los médicos me dijeron que no tenía ya más vida, yo le hubiese dado la mía.  No sabía si dejarla en el hospital o traerla a casa. Pero ni tiempo me dio a tomar la decisión. Quizá me intuyó preocupado por tener que elegir entre una u otra cosa, y quiso ahorrarme el trance.  Así que una mañana que andaba vistiéndome para ir a la clínica me llamaron para decirme que ya había fallecido, con la frialdad e indiferencia del que no pierde nada, y yo, en ese instante, creí que mi corazón se paraba también, o eso es lo que hubiese querido.


Doña Carmen sí que tuvo que ser guapa por lo que veía yo en las fotos,  las que se empeñaba en enseñarme una y otra vez. Esas en color sepia que parecen traer un romanticismo que ya hoy no se lleva. Siempre aparecían cogiditos del brazo.

Por eso yo enseguidita me supe la verdad, en cuanto me eché el periódico a la cara. No me hizo falta llegar a la casa  de don Manuel con los dos policías y ver la jaula del pájaro abierta junto con la puerta del balcón. Don Manuel Serrano Díez, no había tenido un descuido al cruzar la vía, como relataba la noticia del diario.

Desde la foto de bodas enmarcada en plata, esa que tenía en la mesita del recibidor, lo decía claro cuando me salía ya, antes de cerrar la puerta delante de los agentes. El señor Serrano, don Manuel, no se tropezó con ninguna vía  al intentar cruzarla, sino que se fue directo a coger un tren, ese que le llevaría con su mujer y su amor, ya para siempre.