jueves, 20 de diciembre de 2018

TRAVIS


Travis no era un perro valiente, a su pesar. Era guapo, el que más que he conocido, y sus ojos miel me enamoraron hace muchos años. Creía que era hembra, al principio, cuando le vi por primera vez. Por la dulzura de su rostro, su gesto suave. Había nacido en territorio hostil, en manos de un enajenado que acumulaba perros sin orden ni concierto. Hacinado junto con sus congéneres, aislado del mundo de los humanos, sobrevivía en medio del horror, entre peleas, hambruna y canibalismo. Así que sus traumas, como no podía ser de otro modo, se forjaron desde cachorrillo.
Travis tuvo, dentro de su mal comienzo en la vida, suerte de ser rescatado, ya de adulto. Se lo llevaron junto a los otros a un albergue, donde su mirada se tropezó con la mía.

Allí le vi, un día de otoño, quizá como el de hoy, y siguiendo las pautas de una educadora canina, me encomendé a curar su herida del alma, sus miedos. Fin de semana, tras fin de semana iba a visitarlo, y a base de salchichas conseguía que cada día anduviera unos pasos más. Tras meses, un año entero me costó, conseguí que llegara hasta un parque cercano, como a dos kilómetros de su refugio en el que se sentía seguro.
Compartimos muchas horas de paseos, cepillado, confidencias. Mirando el lago, en su patio, mientras cepillaba su abundante pelo…., me perdía entre la suavidad de su tacto, y en la belleza de sus ojos.
Cuando paseábamos levantaba su mirada sumisa hacia mí, buscando mi protección, y aprobación. Esa mirada ámbar enmarcada en un blanco nuclear. Ojos preciosos de ángel. ¡Me enseñó tantas cosas, y me dio tanta paz!
Abrazarlo me daba vida, y a cambio yo le masajeaba para calmar su inseguridad que nunca llegó a eliminar, su miedo y su estado de alerta constantes. Heridas psicológicas herencia de aquel comienzo suyo tan terrible.
Fuiste envejeciendo, a mí también ya me han salido canas y arrugas a tu lado. Y cada vez los paseos fueron más cortos.
Intenté en una ocasión llevarte a mi casa, pero comprobé que sufrías mucho en un nuevo entorno, que se te hacía una pesadilla el salir de tu aquel reciento al que te aclimataste, tu refugio. Y yo incapaz de verte sufrir, porque el sentir tu angustia, llenaba mi corazón de dolor, te regresé con los tuyos, tus compañeros caninos, entre los que tenía hasta una novia.
Un día, hace pocos meses, me contaron que te habían adoptado. Una joven pareja te llevaba a su casa.
Lejos de alegrarme, me entristecí. Te conocía muy bien, sabía que lo ibas a pasar muy mal. Ya a tu edad, con un corazón débil, ese estrés no iba a venirte bien. Me consolé pensando que no pasarías el calor del verano, ni el frío del invierno, pero yo te hubiera dejado vivir en el que era ya tu hogar. Rodeado de tus colegas que te querían y re recibían con aullidos y lametones cada vez que regresábamos de nuestros pequeños paseos.
Tenías un rabo preciso, parecía un plumero, porque de tu mezcla de sangres heredaste algo de los perros nórdicos. Ese rabito sólo lo mantenías erguido en el albergue, en donde habías encontrado tu lugar, y en donde te sentías tú.
Al salir de allí, ya nunca lo levantaste, y esta noche pasada, lo abandonaste en su total languidez, y quedó inerte ya para siempre.
Me consuela que viviste muchos años, aunque siempre pocos para los que mereceríais los perros, y recibiste un amor que habrá quien nunca en su larga vida conocerá. Un amor grande, puro, incondicional y verdadero.
Me dejas un poco más sola, y triste, y pensando que el más allá cada vez se torna más apetecible, sabiendo que tú, junto con otros, correteáis por allí.
Como mil veces te susurré lanzando mi cálido aliento hacia tus peludas y lobunas orejas: Travis, te quiero.