martes, 4 de agosto de 2015

ELLAS


Ser mujer es muy complicado señores, y pocos son los que nos lo reconocen. Más que complicado, matizaría que duro y sacrificado. No me refiero a esos momentos ya de verdaderas mártires que suponen los del embarazo o parto, o el de los dolores menstruales y trastornos hormonales durante el climaterio, sino a la vida cotidiana.

Hoy me he dado cuenta, una vez más de ello, al venir en el tren a trabajar. Una compañera de género, andaba haciéndose hueco entre la masa hacinada para hacer factible su tarea de maquillarse. Tenia sobres sus rodillas una agenda, un libro, el bolso, y un neceser lleno de todas las herramientas imprescindibles en el arte de la recomposición facial. Así que brochazo aquí, rayajo allá, andaba en su operación propia de equilibristas, porque entre el vaivén del tren y la multitud empujando, ya me dirán.

Cuando ha finalizado ha metido el estuche en su abultado bolso y se lo ha puesto al hombro. He pensado que es una muestra bastante representativa de lo que es el conjunto femenino.

Las hay que no llevan un megabolso de estos que descoyuntan el omoplato y desvían la columna, pero en su defecto usan tacones de siete centímetros que atentan contra la integridad de los tobillos. Otras optan por el pantalón megaajustado que deja tripas, intestinos y demás órganos internos o semiinternos reducidos a la mínima expresión. Con lo que concluimos, que las mujeres somos masoquistas, bien porque la sociedad nos lo impone, o porque culturalmente somos educadas así y así seguimos hasta el final.

Este tipo de torturas, como la del tanga, de la que ya hablé en otra ocasión, nos las inflingimos gustosamente, porque se presupone que es de nuestra esencia el estar o ser bellas, como si fuese la razón de la existencia femenina, así que no nos queda más remedio que andar con este tipo de autoatentados.

Antes se nos pedía poco más, pero ahora hemos rizado el rizo de nuestra propia esclavitud, y a los handicap por estar hermosas, hemos añadido, los esfuerzos para alcanzar puestos de trabajo de mayor o menos responsabilidad, el seguir educando y criando a los hijos y llevar la mayor parte del peso de una casa. La era postindustrial nos ha catapultado al más difícil todavía, porque además de ocupar nuevos puestos en la sociedad y reducir nuestro tiempo, nos mantenemos heroicas e irreducibles, dispuestas a no perder ni un ápice de nuestra feminidad.

Una mujer de hoy en día, puede levantarse a eso de las siete como media, empieza dando el desayuno a sus hijos, vistiéndoles, vistiéndose ellas mismas, cargando con las mochilas de los crios hasta el coche, peleándose en el caos circulatorio con el que se preste, ir al trabajo manteniendo el equilibrio en zapatos de tacón de aguja, aguantar una dura jornada laboral, regresar a casa con los pies destrozados porque al hijoputa del diseñador de turno, se le ha ocurrido que los de punta afilada son los más fashion, sin pararse a pensar que las que los llevan van en tren , en metro, y/o soportan más de diez horas de pie. Luego se llega a casa, y las hay que se retocan el maquillaje para estar espectaculares para su pareja, a la par que preparan y dan de cenar a los retoños, los bañan , acuestan y al día siguiente vuelta a empezar.

Pero ahí están, sin descuidar aspecto, e intentando mantener el equilibrio, pacientes por lo general, comprensivas y colchones de tantas familias en los que reposar enfados, frustraciones y cansancios, y a pesar de todo manteniendo siempre cierto interés por mostrarse un poco mejores, más guapas, aunque para ello tengan que sacar el tiempo de donde no lo hay y obligadas a cargar con el peso de los cosméticos, hagan uso de ellos donde puedan, donde las dejen. No para tentar a un Adán condenado a una pena que ahora compartimos, al ganar también el pan junto a él, sino para hacer de la vida un episodio más agradable y llevadero.

Sin ellas, ¡ay! sin ellas.

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