Ser mujer es muy complicado señores, y pocos
son los que nos lo reconocen. Más que complicado, matizaría que duro y
sacrificado. No me refiero a esos momentos ya de verdaderas mártires que
suponen los del embarazo o parto, o el de los dolores menstruales y trastornos
hormonales durante el climaterio, sino a la vida cotidiana.
Hoy me he dado cuenta, una vez más de ello,
al venir en el tren a trabajar. Una compañera de género, andaba haciéndose
hueco entre la masa hacinada para hacer factible su tarea de maquillarse. Tenia
sobres sus rodillas una agenda, un libro, el bolso, y un neceser lleno de todas
las herramientas imprescindibles en el arte de la recomposición facial. Así que
brochazo aquí, rayajo allá, andaba en su operación propia de equilibristas,
porque entre el vaivén del tren y la multitud empujando, ya me dirán.
Cuando
ha finalizado ha metido el estuche en su abultado bolso y se lo ha puesto al
hombro. He pensado que es una muestra bastante representativa de lo que es el
conjunto femenino.
Las hay que no llevan un megabolso de estos
que descoyuntan el omoplato y desvían la columna, pero en su defecto usan
tacones de siete centímetros que atentan contra la integridad de los tobillos.
Otras optan por el pantalón megaajustado que deja tripas, intestinos y demás
órganos internos o semiinternos reducidos a la mínima expresión. Con lo que
concluimos, que las mujeres somos masoquistas, bien porque la sociedad nos lo
impone, o porque culturalmente somos educadas así y así seguimos hasta el
final.
Este tipo de torturas, como la del tanga, de
la que ya hablé en otra ocasión, nos las inflingimos gustosamente, porque se
presupone que es de nuestra esencia el estar o ser bellas, como si fuese la
razón de la existencia femenina, así que no nos queda más remedio que andar con
este tipo de autoatentados.
Antes se nos pedía poco más, pero ahora hemos
rizado el rizo de nuestra propia esclavitud, y a los handicap por estar
hermosas, hemos añadido, los esfuerzos para alcanzar puestos de trabajo de
mayor o menos responsabilidad, el seguir educando y criando a los hijos y
llevar la mayor parte del peso de una casa. La era postindustrial nos ha
catapultado al más difícil todavía, porque además de ocupar nuevos puestos en
la sociedad y reducir nuestro tiempo, nos mantenemos heroicas e irreducibles,
dispuestas a no perder ni un ápice de nuestra feminidad.
Una mujer de hoy en día, puede levantarse a
eso de las siete como media, empieza dando el desayuno a sus hijos,
vistiéndoles, vistiéndose ellas mismas, cargando con las mochilas de los crios
hasta el coche, peleándose en el caos circulatorio con el que se preste, ir al
trabajo manteniendo el equilibrio en zapatos de tacón de aguja, aguantar una
dura jornada laboral, regresar a casa con los pies destrozados porque al hijoputa
del diseñador de turno, se le ha ocurrido que los de punta afilada son los más
fashion, sin pararse a pensar que las que los llevan van en tren , en metro,
y/o soportan más de diez horas de pie. Luego se llega a casa, y las hay que se
retocan el maquillaje para estar espectaculares para su pareja, a la par que
preparan y dan de cenar a los retoños, los bañan , acuestan y al día siguiente
vuelta a empezar.
Pero ahí están, sin descuidar aspecto, e
intentando mantener el equilibrio, pacientes por lo general, comprensivas y
colchones de tantas familias en los que reposar enfados, frustraciones y
cansancios, y a pesar de todo manteniendo siempre cierto interés por mostrarse
un poco mejores, más guapas, aunque para ello tengan que sacar el tiempo de
donde no lo hay y obligadas a cargar con el peso de los cosméticos, hagan uso
de ellos donde puedan, donde las dejen. No para tentar a un Adán condenado a
una pena que ahora compartimos, al ganar también el pan junto a él, sino para
hacer de la vida un episodio más agradable y llevadero.
Sin ellas, ¡ay! sin ellas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario