martes, 4 de agosto de 2015

MUERTE SILENCIOSA


Pobre Erika. Tan joven, con toda una vida por delante, con una hija de seis años,  y ya muerta. Porque ella misma ha querido, parece ser. Dicen que la causa ha sido el suicidio, ya que no había muestras de que hubiera participado nadie en su trágico final. Estaba al parecer sola. No hay que investigar ni detener por lo tanto a ningún sospechoso de crimen. Pero en esta parte ando un tanto en desacuerdo. Creo que todos estamos implicados. Entre todos la hemos sido inductores de este crimen hacia su persona.

Este caso lo hemos conocido comúnmente por lo popular del personaje, pero ella es el botón de muestra de una gran parte de la población, que crece cada año.


El suicidio es la tercera causa de muerte entre la población joven en España, y supera en muchas ocasiones a los fallecidos en carretera. Sin embargo, no se lanzan campañas, ni anuncios de precaución contra este peligro latente, sigiloso.

Cada año son más de 3.000 personas, las que en nuestro país (como parecido sucede en otros de los “desarrollados”)  toman esa fatal decisión, pero no se habla de ello más que en los congresos de psicología y psiquiatría.

 Seguimos relegando esta cuestión a los al rincón oscuro, al gueto de lo demencial, de lo marginado. Como algo que no nos va alcanzar nunca, porque nadie nos conciencia de ello, como hacen con el encendido del cigarro, o con lo del abrocharse el cinturón.

Nos creemos inmunes a este mal, porque al ser voluntario nos sentimos libres de la amenaza. Pero es su acecho, cauteloso, silencioso y el día en el que manifiesta sus síntomas, ya estamos tan acostumbrados a medio vivir y con el ánimo tan débil, que sin una férrea ayuda no escapamos a su embiste.

Parece ser que estas muertes no interesan, porque todos somos culpables. Habría que hacer un tremendo esfuerzo por preocuparnos por los demás, para combatir esta lacra de las sociedades, paradójicamente las más ricas en cuanto a dinero, que es la peste del abandono, y del mirar para otro lado mientras seguimos a lo nuestro mientras a nosotros no nos toque.


Cada vez que aplazamos una cita con un amigo porque tenemos cosas más urgentes que hacer, somos culpables, cada vez que oímos llorar a un vecino y no llamamos a su puerta para saber qué le pasa, somos cómplices, cada vez que nos hacinamos en el transporte si mirarnos a los ojos, somos colaboradores, cada vez que mantenemos a una joven madre soltera con contratos basura, somos encubridores, cada vez que atendemos solo a nuestros intereses, a nuestra ambición y egoísmo,  sin solidarizarnos con los demás, somos asesinos.


Y así, creando entre todos una pulcra sociedad cada vez más individualista, más competitiva y depredadora, participamos en una selvática selección natural, en la que solo sobreviven los más fuertes, los más insensibles, los más inhumanos. Y los que no aprenden a fabricarse corazas de metal alrededor de sus sentidos, acaban golpeados, dilapidados  diariamente por los desprecios, las injusticias, los abandonos, las traiciones, la mezquindad, el olvido, el desagradecimiento, y tantos y tantos otros parásitos que devoran poco a poco la ilusión y la esperanza de la gente.


La ciencia invierte tiempo y dinero en investigar fórmulas alimenticias más completas y eficaces para el cuerpo, ligeras y saludables, pero sin embargo nos hemos olvidado del alma, de la mente, dejándola sin su sustento principal: el amor. Y el amor con sus múltiples variantes se ha rebajado a un sucedáneo escaso y de mala calidad.

¿Cómo vamos a sobrevivir sin parte de nosotros? El cuerpo y la mente son vasos comunicantes, y el uno influye en el otro y viceversa. No llegaremos lejos, con cuerpos atléticos y delgados,  y espíritus y mentes secas.

Nadie habla de la anorexia del alma. De la necesidad de comprensión, cariño, arropo, calor, solidaridad, cultura, valores. De lo importante de multiplicar todo esto, de reproducirlo, de suministrarlo en grandes superficies, en masa, en cantidades industriales, hasta que desborde por todos los lados en cantidad y calidad.


 No pretendo hacer de mi reflexión un discurso beato, ni un cuento de Navidad, tan sólo quiero reivindicar que hay que devolver al hombre lo que es del hombre, y si la materia le pertenece en cuanto a lo que de ser de la naturaleza posee, lo espiritual le es propiedad inarrebatable, por su exclusividad sobre la Tierra  como humano.

 Desconozco las circunstancias de esta niña que ha acabado con su vida, pero de lo que estoy segura, es que un corazón henchido de amor, no desea pararse nunca.

Que descanse en paz.

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