lunes, 9 de mayo de 2016

ADIÓS ROMEO

Romeo es del color del caramelo. Aunque yo le suelo llamar tocinete o croqueta porque también le va con su gordura y tonalidad. Es de pelo corto y gesto triste, y sus dos ojos negros, ya velados por las cataratas, miran con esa mirada exclusiva y maravillosa que tan sólo los perros poseen.

Le conocí hace ya seis años, cuando él tenía diez. Intenté buscarle un hogar, cuando su antigua dueña ya no se iba a seguir haciendo cargo de él, algo que nunca llegaré a comprender, la manera tan cómoda que tienen muchos de anestesiar su alma y dar la patada a un amigo. Llegó sin esperarlo, por casualidad, y antes de que pudiera encontrarle una nueva casa, supo seducirme e impedir que me pudiera separar de él. Sus artimañas eran básicas, de primero de seducción perruna: seguirme a todas partes, pegarse a mí en cuanto me sentaba a leer o ver la televisión, clavarme los ojos y gimotear cuando estaba comiendo, darme lametazos a la que me descuidaba, y tantas otras tácticas propias de su endiablada y empática especie. Así que no pudo ser de otro modo que llegó el momento en el que tuve que decirle: tío, te quedas conmigo. Y firmamos este compromiso de por vida, el de querernos, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y enfermedad hasta que la muerte nos separase. De esa manera ocurrió, sin testigos, ni religiones de por medio. Sólo él y yo, sus ojos y los míos enfrentados y cómplices, entrando en esa extraña comunión que entre hombres y perros lleva ya muchos siglos sucediéndose. Una comunión, que partió de la decisión, que una buena mañana tomaron de desgajarse de la vida salvaje e iniciar una existencia doméstica junto a los humanos.

En estos seis años juntos, hemos vivido muchas experiencias. Hemos corrido por la playa, nos hemos revolcado por la arena, él escarbando como un loco cuando yo enterraba mis piernas. Hemos viajado muchos kilómetros en coche, Romeo apoyando su cabeza en el respaldo de mi sillón atento a la carretera, como pendiente de indicarme cualquier despiste por mi parte como conductora. He tenido que mediar en alguna que otra pelea con colegas, que tiene en su ADN algo de macarra y a según qué machos no les tolera ni un poco, pero eso sí, siempre galante con las hembras. Pícaro y despierto, ágil. Ha nadado en ríos hasta de Francia y ha montado en coche de caballos. Su vida no ha sido corriente, ni triste, ni anodina.


Ahora ya está viejito. Dieciséis años para un perro son como una centena para una persona, e inevitablemente comienza con serios achaques. Sus patas traseras le fallan, esas mismas que tanto han saltado y corrido. Casi no oye, y casi no ve. Ahora pasamos muchos momentos tumbados en el sofá, uno junto al otro, sintiéndonos el corazón, el calor y la vida. Levanta su mirada hacia la mía y sólo con eso nos entendemos. Sin palabras. Yo le arropo tiernamente y él acomoda su canoso hocico en un gesto de complacencia y bienestar.

El otro día sufrió un colapso al subir las escaleras porque la respiración comienza a fallarle. Yo pensé que era el final. Ha remontado y se le ve bien, pero me voy concienciando de que su ciclo de vida llega a su fin. El dolor sé que será intenso, y mi desconsuelo infinito. Tan sólo pido fuerzas para ese momento, para no fallarle en el último instante, para consolarle en su adiós, y permitirle marchar con la esperanza de un nuevo encuentro. Me gustaría que fuese como cada noche cuando voy a dormir, y le doy un último beso, cuando le tapo y le susurro al oído que le quiero.

Ser maduro significa eso, me dicen, aceptar que la vida tiene un fin, la vida y el amor. Tener que asumir que un día nos quedaremos absolutamente solos y que la belleza y la alegría de los seres a los que amamos se irán con ellos. La inevitable separación. La terrible y definitiva despedida.

De momento Romeo sigue ahí aguantando, acostado, aferrado a su cama. Me mira de soslayo mientras se adormece. Le observo con infinita ternura, viendo como sus párpados se vencen al sueño. Quisiera que fuese eterno, pero me ahogo y mis lágrimas brotan.