Romeo es del
color del caramelo. Aunque yo le suelo llamar tocinete o croqueta porque
también le va con su gordura y tonalidad. Es de pelo corto y gesto triste, y
sus dos ojos negros, ya velados por las cataratas, miran con esa mirada
exclusiva y maravillosa que tan sólo los perros poseen.
En estos seis
años juntos, hemos vivido muchas experiencias. Hemos corrido por la playa, nos
hemos revolcado por la arena, él escarbando como un loco cuando yo enterraba
mis piernas. Hemos viajado muchos kilómetros en coche, Romeo apoyando su cabeza
en el respaldo de mi sillón atento a la carretera, como pendiente de indicarme
cualquier despiste por mi parte como conductora. He tenido que mediar en alguna
que otra pelea con colegas, que tiene en su ADN algo de macarra y a según qué
machos no les tolera ni un poco, pero eso sí, siempre galante con las hembras.
Pícaro y despierto, ágil. Ha nadado en ríos hasta de Francia y ha montado en
coche de caballos. Su vida no ha sido corriente, ni triste, ni anodina.
Ahora ya está
viejito. Dieciséis años para un perro son como una centena para una persona, e
inevitablemente comienza con serios achaques. Sus patas traseras le fallan,
esas mismas que tanto han saltado y corrido. Casi no oye, y casi no ve. Ahora pasamos
muchos momentos tumbados en el sofá, uno junto al otro, sintiéndonos el
corazón, el calor y la vida. Levanta su mirada hacia la mía y sólo con eso nos
entendemos. Sin palabras. Yo le arropo tiernamente y él acomoda su canoso
hocico en un gesto de complacencia y bienestar.
El otro día
sufrió un colapso al subir las escaleras porque la respiración comienza a
fallarle. Yo pensé que era el final. Ha remontado y se le ve bien, pero me voy
concienciando de que su ciclo de vida llega a su fin. El dolor sé que será
intenso, y mi desconsuelo infinito. Tan sólo pido fuerzas para ese momento,
para no fallarle en el último instante, para consolarle en su adiós, y
permitirle marchar con la esperanza de un nuevo encuentro. Me gustaría que fuese
como cada noche cuando voy a dormir, y le doy un último beso, cuando le tapo y
le susurro al oído que le quiero.
Ser maduro
significa eso, me dicen, aceptar que la vida tiene un fin, la vida y el amor.
Tener que asumir que un día nos quedaremos absolutamente solos y que la belleza
y la alegría de los seres a los que amamos se irán con ellos. La inevitable
separación. La terrible y definitiva despedida.
De momento Romeo
sigue ahí aguantando, acostado, aferrado a su cama. Me mira de soslayo mientras
se adormece. Le observo con infinita ternura, viendo como sus párpados se
vencen al sueño. Quisiera que fuese eterno, pero me ahogo y mis lágrimas
brotan.