La vida tiene, entre otras cosas
buenas, la de sorprendernos gratamente, a veces. Y es que a mis veintimuchos,
que no son tantos, fui a caer en una multinacional, con lo que ello implica. Yo
buscaba trabajo mientras maduraba e intentaba digerir aquello de ganarse el pan
con el sudor. Y entre crisis personales por todo aquello de la alienación que
decía Marx, agudizadas por la precariedad laboral y los empleos temporales, fui
de rebote y de pura chiripa al departamento de telecomunicaciones de una gran
empresa. Allí entré con sigilo y recelo. Pues cosa pequeña me veo y máxime ante
tal coloso. Pues bien, me presentaron a mis compañeros y jefe, y así, yo al
principio, a verlas venir. Siempre sentí cierto rechazo hacia el hombre
trajeado y encorbatado, así que no lo iban a tener fácil, pero día a día, y hé
ahí lo sorprendente, fui descubriendo un oasis en medio de este desierto, que
es, el de buscarse el garbanzo. Resultó ser mi jefe una persona
extraordinariamente buena, y conmigo convendrán que decir eso de un jefe tiene
un mérito supino. Porque duda no cabe, que
una persona con poder sobre otra y un depredador humano, suelen ser casi
una misma cosa. Cuanta no fue mi dicha al comprobar día a día que debajo de
algunas corbatas también laten corazones.
Llegaba a la oficina no muy temprano, como es
ortodoxo en los altos cargos. Solía llegar sonriendo, pues ya en su cabeza
bailaría alguna broma o chascarrillo que acababa contándonoslos a todos. La
oficina, al tener un diseño diáfano, permitía muy bien la comunicación
horizontal y de tú a tú, tal como a él gustaba. Así que su mesa presidencial
estaba junto a las nuestras, con lo que bastaba un tono un poco alto de voz
para el intercambio verbal. Era un tanto excéntrico, como lo son la mayoría de
los genios. Tenía una colección de balas en su escritorio, algún juguete de sus
hijos a los que adoraba, y más tarde inició una colección de aviones en
miniatura de combate, para decorar el entorno. Háganse una idea. Había
asimilado muy bien los cursos esos para directivos, y había seguido al dedillo
aquello de que un jefe debe delegar en sus subordinados para optimizar su
tiempo. Sus subordinados éramos unas siete personas, pero a nosotros siempre
nos llamaba compañeros, por amor fraternal, no por ideas políticas, nada más
lejos. En nosotros confiaba y trataba con el respeto y cuidado que se pone en
un hermano. Intentó personalmente que mi contrato temporal se convirtiese en
indefinido, aunque hubiese tenido que inventar tareas para ello, pero por muy
jefe de departamento que fuese, tampoco pasaba de ser un mando intermedio en la
cadena de una súper empresa, norteamericana, para más INRI. Veía en cada
pequeña labor la posibilidad de emplearla para crear un nuevo puesto de
trabajo. Pero vayan ustedes con esas ideas a algún sitio. Cuando tenía que
tomar decisiones nos consultaba y intentaba que entre todos se tomasen las
pautas de actuación para llevar a cabo el proyecto. Vamos, que escuchaba. Era
sosegado y no incluía en su modus operandi ni las prisa, ni las presiones. Esas
cosas quitan salud. Y ya sabía bien él qué era aquello de estar escaso de tan
preciado bien. Porque no sé si sería la enfermedad la que le transformó, o ya
antes era así. Yo le conocí ya después de que la de la guadaña estuviera a
puntito de echarle el guante. Y quizá fue esa experiencia la que le enseñó qué
es lo importante de la vida y cual es la manera de tratar a tus semejantes. Su
enfermedad era crónica, pero tampoco quiero atribuirle toda su valía personal a
ese hecho. Muchos los hay que pasan por lo mismo y siguen siendo unos perfectos
hijos de puta.
El tiempo que pasé a su servicio fue
sencillamente enriquecedor y delicioso. Sobra decir que se ganó mi admiración,
mi respeto y mi cariño. No necesitó para ello ni un grito, ni una amenaza. Le
bastó su sentido del humor que constantemente sacaba a relucir y que nos hacían
las jornadas laborales tal y como deberían de ser, amables y cálidas. No se
vayan a creer que era un irresponsable. El trabajo encomendado salía siempre.
Al revés, con más entrega si cabe. Si un día el asunto se torcía y había que
trabajar 24 horas seguidas, se hacían con gusto, y todo lo eficientemente que
podíamos, ya no por el miedo al despido o sanción, sino porque era una
obligación moral hacia su persona. Era ya un asunto de honor, y de honrar a
aquel que nos protegía y nos otorgaba el privilegio de tenerle como jefe. Era
como, imagino, debía sentirse un antiguo caballero al servicio de su buen Señor en la Edad Media.
No sé qué más puedo decir para dejarles claro
lo que debería ser modelo de jefe. Sobra que estaba en aquel puesto pos sus
méritos como profesional, por su inteligencia y su magna cultura de la que no
presumía, pero la que no podía esconder a poco que hablase, por lo que
resultaba muy enriquecedor escuchar sus pláticas, que abundantes eran.
Un jefe bueno y justo, ni más ni menos, y con
mucho mérito, porque a parte de lo que les comenté de sobre su resentida salud,
su vida personal también andaba entre grietas. Ya ven, lo fácil que le hubiese
sido escudarse en su mala fortuna y desahogarla desvencijando al prójimo. No
siempre el poder corrompe, hay contadas excepciones en las que esto no es así.
A mí,
me devolvió un poquito de la fe perdida en mí misma y en el ser humano, y
engordó la esperanza esa de la que no debemos desprendernos jamás, a parte
¡claro!, de una bonita experiencia y la satisfacción de contarle como amigo,
espero.
Por todo ello, no puedo por menos que estarle
eternamente agradecida y pedir para él al de arriba, buenas cartas.
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