martes, 4 de agosto de 2015

EL JEFE BUENO


La vida tiene, entre otras cosas buenas, la de sorprendernos gratamente, a veces. Y es que a mis veintimuchos, que no son tantos, fui a caer en una multinacional, con lo que ello implica. Yo buscaba trabajo mientras maduraba e intentaba digerir aquello de ganarse el pan con el sudor. Y entre crisis personales por todo aquello de la alienación que decía Marx, agudizadas por la precariedad laboral y los empleos temporales, fui de rebote y de pura chiripa al departamento de telecomunicaciones de una gran empresa. Allí entré con sigilo y recelo. Pues cosa pequeña me veo y máxime ante tal coloso. Pues bien, me presentaron a mis compañeros y jefe, y así, yo al principio, a verlas venir. Siempre sentí cierto rechazo hacia el hombre trajeado y encorbatado, así que no lo iban a tener fácil, pero día a día, y hé ahí lo sorprendente, fui descubriendo un oasis en medio de este desierto, que es, el de buscarse el garbanzo. Resultó ser mi jefe una persona extraordinariamente buena, y conmigo convendrán que decir eso de un jefe tiene un mérito supino. Porque duda no cabe, que  una persona con poder sobre otra y un depredador humano, suelen ser casi una misma cosa. Cuanta no fue mi dicha al comprobar día a día que debajo de algunas corbatas también laten corazones.



Llegaba a la oficina no muy temprano, como es ortodoxo en los altos cargos. Solía llegar sonriendo, pues ya en su cabeza bailaría alguna broma o chascarrillo que acababa contándonoslos a todos. La oficina, al tener un diseño diáfano, permitía muy bien la comunicación horizontal y de tú a tú, tal como a él gustaba. Así que su mesa presidencial estaba junto a las nuestras, con lo que bastaba un tono un poco alto de voz para el intercambio verbal. Era un tanto excéntrico, como lo son la mayoría de los genios. Tenía una colección de balas en su escritorio, algún juguete de sus hijos a los que adoraba, y más tarde inició una colección de aviones en miniatura de combate, para decorar el entorno. Háganse una idea. Había asimilado muy bien los cursos esos para directivos, y había seguido al dedillo aquello de que un jefe debe delegar en sus subordinados para optimizar su tiempo. Sus subordinados éramos unas siete personas, pero a nosotros siempre nos llamaba compañeros, por amor fraternal, no por ideas políticas, nada más lejos. En nosotros confiaba y trataba con el respeto y cuidado que se pone en un hermano. Intentó personalmente que mi contrato temporal se convirtiese en indefinido, aunque hubiese tenido que inventar tareas para ello, pero por muy jefe de departamento que fuese, tampoco pasaba de ser un mando intermedio en la cadena de una súper empresa, norteamericana, para más INRI. Veía en cada pequeña labor la posibilidad de emplearla para crear un nuevo puesto de trabajo. Pero vayan ustedes con esas ideas a algún sitio. Cuando tenía que tomar decisiones nos consultaba y intentaba que entre todos se tomasen las pautas de actuación para llevar a cabo el proyecto. Vamos, que escuchaba. Era sosegado y no incluía en su modus operandi ni las prisa, ni las presiones. Esas cosas quitan salud. Y ya sabía bien él qué era aquello de estar escaso de tan preciado bien. Porque no sé si sería la enfermedad la que le transformó, o ya antes era así. Yo le conocí ya después de que la de la guadaña estuviera a puntito de echarle el guante. Y quizá fue esa experiencia la que le enseñó qué es lo importante de la vida y cual es la manera de tratar a tus semejantes. Su enfermedad era crónica, pero tampoco quiero atribuirle toda su valía personal a ese hecho. Muchos los hay que pasan por lo mismo y siguen siendo unos perfectos hijos de puta.

El tiempo que pasé a su servicio fue sencillamente enriquecedor y delicioso. Sobra decir que se ganó mi admiración, mi respeto y mi cariño. No necesitó para ello ni un grito, ni una amenaza. Le bastó su sentido del humor que constantemente sacaba a relucir y que nos hacían las jornadas laborales tal y como deberían de ser, amables y cálidas. No se vayan a creer que era un irresponsable. El trabajo encomendado salía siempre. Al revés, con más entrega si cabe. Si un día el asunto se torcía y había que trabajar 24 horas seguidas, se hacían con gusto, y todo lo eficientemente que podíamos, ya no por el miedo al despido o sanción, sino porque era una obligación moral hacia su persona. Era ya un asunto de honor, y de honrar a aquel que nos protegía y nos otorgaba el privilegio de tenerle como jefe. Era como, imagino, debía sentirse un antiguo caballero al servicio de su  buen Señor en la Edad Media.

No sé qué más puedo decir para dejarles claro lo que debería ser modelo de jefe. Sobra que estaba en aquel puesto pos sus méritos como profesional, por su inteligencia y su magna cultura de la que no presumía, pero la que no podía esconder a poco que hablase, por lo que resultaba muy enriquecedor escuchar sus pláticas, que abundantes eran.

Un jefe bueno y justo, ni más ni menos, y con mucho mérito, porque a parte de lo que les comenté de sobre su resentida salud, su vida personal también andaba entre grietas. Ya ven, lo fácil que le hubiese sido escudarse en su mala fortuna y desahogarla desvencijando al prójimo. No siempre el poder corrompe, hay contadas excepciones en las que esto no es así.

A  mí, me devolvió un poquito de la fe perdida en mí misma y en el ser humano, y engordó la esperanza esa de la que no debemos desprendernos jamás, a parte ¡claro!, de una bonita experiencia y la satisfacción de contarle como amigo, espero.

Por todo ello, no puedo por menos que estarle eternamente agradecida y pedir para él al de arriba, buenas cartas.

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