Travis no era un perro valiente,
a su pesar. Era guapo, el que más que he conocido, y sus ojos miel me
enamoraron hace muchos años. Creía que era hembra, al principio, cuando le vi
por primera vez. Por la dulzura de su rostro, su gesto suave. Había nacido en territorio
hostil, en manos de un enajenado que acumulaba perros sin orden ni concierto.
Hacinado junto con sus congéneres, aislado del mundo de los humanos, sobrevivía
en medio del horror, entre peleas, hambruna y canibalismo. Así que sus traumas,
como no podía ser de otro modo, se forjaron desde cachorrillo.
Travis tuvo, dentro de su mal
comienzo en la vida, suerte de ser rescatado, ya de adulto. Se lo llevaron
junto a los otros a un albergue, donde su mirada se tropezó con la mía.
Allí le vi, un día de otoño,
quizá como el de hoy, y siguiendo las pautas de una educadora canina, me
encomendé a curar su herida del alma, sus miedos. Fin de semana, tras fin de
semana iba a visitarlo, y a base de salchichas conseguía que cada día anduviera
unos pasos más. Tras meses, un año entero me costó, conseguí que llegara hasta
un parque cercano, como a dos kilómetros de su refugio en el que se sentía
seguro.
Compartimos muchas horas de
paseos, cepillado, confidencias. Mirando el lago, en su patio, mientras
cepillaba su abundante pelo…., me perdía entre la suavidad de su tacto, y en la
belleza de sus ojos.
Cuando paseábamos levantaba su
mirada sumisa hacia mí, buscando mi protección, y aprobación. Esa mirada ámbar
enmarcada en un blanco nuclear. Ojos preciosos de ángel. ¡Me enseñó tantas
cosas, y me dio tanta paz!
Abrazarlo me daba vida, y a
cambio yo le masajeaba para calmar su inseguridad que nunca llegó a eliminar,
su miedo y su estado de alerta constantes. Heridas psicológicas herencia de
aquel comienzo suyo tan terrible.
Fuiste envejeciendo, a mí también
ya me han salido canas y arrugas a tu lado. Y cada vez los paseos fueron más
cortos.
Intenté en una ocasión llevarte a
mi casa, pero comprobé que sufrías mucho en un nuevo entorno, que se te hacía
una pesadilla el salir de tu aquel reciento al que te aclimataste, tu refugio.
Y yo incapaz de verte sufrir, porque el sentir tu angustia, llenaba mi corazón
de dolor, te regresé con los tuyos, tus compañeros caninos, entre los que tenía
hasta una novia.
Un día, hace pocos meses, me
contaron que te habían adoptado. Una joven pareja te llevaba a su casa.
Lejos de alegrarme, me
entristecí. Te conocía muy bien, sabía que lo ibas a pasar muy mal. Ya a tu
edad, con un corazón débil, ese estrés no iba a venirte bien. Me consolé
pensando que no pasarías el calor del verano, ni el frío del invierno, pero yo
te hubiera dejado vivir en el que era ya tu hogar. Rodeado de tus colegas que
te querían y re recibían con aullidos y lametones cada vez que regresábamos de
nuestros pequeños paseos.
Tenías un rabo preciso, parecía
un plumero, porque de tu mezcla de sangres heredaste algo de los perros nórdicos.
Ese rabito sólo lo mantenías erguido en el albergue, en donde habías encontrado
tu lugar, y en donde te sentías tú.
Al salir de allí, ya nunca lo
levantaste, y esta noche pasada, lo abandonaste en su total languidez, y quedó
inerte ya para siempre.
Me consuela que viviste muchos
años, aunque siempre pocos para los que mereceríais los perros, y recibiste un
amor que habrá quien nunca en su larga vida conocerá. Un amor grande, puro,
incondicional y verdadero.
Me dejas un poco más sola, y
triste, y pensando que el más allá cada vez se torna más apetecible, sabiendo
que tú, junto con otros, correteáis por allí.
Como mil veces te susurré lanzando
mi cálido aliento hacia tus peludas y lobunas orejas: Travis, te quiero.