lunes, 23 de diciembre de 2019

EL ÚLTIMO ARMARIO


Se han vencido, o se lucha aún en batallas contra la exclusión social de muchos colectivos: mujeres, homosexuales, transexuales, razas, culturas…, pero queda un grupo, enorme, mundial y cada vez más extendido al que aún no se le ha prestado apoyo. El estigmatizado, el olvidado y marginado conjunto de personas con enfermedades mentales. Esas personas que habitan en todo el planeta que acaban, en los casos más leves aislados, incomprendidos por amigos y familiares, y en los más graves, engrosando la lista de suicidios, o abandonados en reclusiones, en algunos casos inhumanas.

Cuando una persona se rompe un hueso, cuando sufre un cáncer o espera un trasplante, cuando tiene cualquier dolencia física, recibe la comprensión de su entorno, pero cuando lo que se ha quebrado no sale en un análisis de sangre o en una radiografía, el abandono social hacía la persona enferma es brutal.

El deprimido, el que sufre de ansiedad, fibromialgia o cualquiera de las dolencias que no detecta un bisturí o un microscopio, deja al paciente sumido en la soledad de la incomprensión y rechazo social. Al sufrimiento que padece por su enfermedad, tiene que sumar la de frases tipo: “tienes que ser fuerte”, “eres muy negativo”, “eso que hasta que tú quieras”, “no seas tan débil”, “eres un flojo”, “cobarde”, “no le pones voluntad”, “eso te pasa por tu mala actitud”, “no tienes motivo para estar así”…, toda una retaila de frases que hieren como un punzón al rojo vivo, y que agravan la enfermedad, con un sentimiento de culpabilidad injustamente atribuido.

Estar deprimido, sentir angustia, falta de energía, dolor, o tantas otras dolencias que produce el cerebro, porque sí, el cerebro es otro órgano, igual que en páncreas o el hígado, y como tal, también puede enfermar, no es una decisión propia del enfermo. Nadie quiere sentir miedo constante, o una tristeza que no censan.


La soledad del enfermo mental es tal, que en ocasiones ni los propios profesionales de las salud, algunos, les apoyan. Frecuente se da el caso de médicos, que más preocupados por dar buenos resultados de altas, y de no derivar a especialista de salud mental, por no involucrarse con el celo que requiere la gravedad de estas enfermedades, envían a sus paciente a tratamientos ineficaces, les tratan con dureza, o les devuelven a sus rutinas y problemática vida, a la fuerza, más heridos y desvalidos aún. Sin tener en cuenta la fragilidad de este tipo de enfermo. Y si el enfermo acaba empeorando por su mala gestión, si acaba arrojándose un puente abajo, el médico siempre tendrá una disculpa o una automentira para lavar su conciencia. Al fin y el cabo, el enfermo mental es una persona débil que no alcanza para defenderse, para buscar la justicia que se le niega, para señalar al amigo que le abandona, o al familiar que no le comprende.


El enfermo mental aún está metido en el armario, con la diferencia que al resto de la sociedad le parece bien que siga ahí escondido, sin que nadie le vea, sumido en la oscuridad y el abandono, como temiendo que si se le reconoce, nos contagie de su pena, de su desgracia, de su horror. Pero lo paradójico es que cada vez las enfermedades mentales se extienden más y más, porque la inhumanidad, el egoísmo y la falta de amor son el campo de cultivo de estas dolencias, y por justicia divina, quien ahora rechaza, quizá se vea en el futuro sufriendo este estigma alimentado por todos. Porque no es una cuestión de voluntad. Nadie quiere estar enfermo, nadie lo elije. Un día te llega, y no sabes cómo ocurrió.

Sólo la comprensión y el apoyo a las personas con una enfermedad mental, sólo el abriéndoles las puertas de esos armarios en los que están recluidos, conseguirán parar lo que se puede considerar ya, la peste de los siglos, de los tiempos modernos.