martes, 4 de agosto de 2015

11 M


Estoy viendo una página web dedicada hoy, 11 de marzo, a las víctimas del atentado del año pasado  en Madrid. En esta página aparece la foto de muchos de los 192 muertos. Cliqueas sobre ellas, y se hacen más grandes. Ascienden desde su pequeñez al centro de la pantalla para desplegar un cuadro con su historia, su nombre, su edad ya perenne. Luego, cuando cierras la ventana, la foto vuelve a hacerse chica y torna a una tonalidad blanquecina, perdiendo su color, y quedando la imagen apenas percibible, como si con este último homenaje los enviásemos para siempre a las neblinas del más allá. Son fotos en las que salen guapos, sonrientes. No sospecho que ninguno pensase en el momento de las instantáneas, que esa imagen iba a formar parte de un homenaje póstumo hacia su persona. Forman todas las fotos juntas un extraño colage. Vecinos unos y otros de desgracia. Todas la caras juntas así, parecen un escalofriante mapa que infunde tristeza,  vacío, incomprensión. Se siente lástima por ellos y sus familias, mientras agradeces no conocer a ninguno de ellos, de no encontrar en la composición a nadie cercano. Algunas de esas fotos parecen haber sido tomadas en bodas, en viajes, en vacaciones, u otros festejos. Imágenes de tiempos felices. Otras parecen las típicas para carnés y documentos oficiales. Las hay en blanco y negro, como antiguas, de esas que ya quedan mejor en el contexto, porque nos recuerdan a las que ilustran las lápidas de tumbas y nichos en los cementerios. Hay una que desgarra doblemente, porque es de una niña de 7 meses con unos enormes ojos azules. Que lo del color de ojos es lo de menos, porque igual da el color de ojos, piel o pelo. Intento cliclear en todas para dedicar un poco de mi tiempo a cada uno de ellos, impregnarme de sus vidas y rendirles honores, para que en su foto se apaguen los colores y tome el tono blanco de la paz y el descanso. Con cada lectura, con cada imagen, mi alma se tiñe un poco de amargura y me tienta la idea de abandonar esta labor que es yerma y que no les devolverá a la vida, pero a la vez me siento en la obligación de atenderles un poco, a pesar de que ya no están.


También me he asomado a la calle por la ventana, y no había muchos que seguían el paro de cinco minutos de silencio, convocado para hoy a las 12 de la mañana. El tiempo lo atenúa todo, hasta el dolor más profundo. Es verdad que siempre vuelven las oscuras golondrinas de la pena a anidar en el corazón de los hombres, pero cuando es por motivos pasados, lo hacen con menor fuerza. Al recorrer con el puntero del ratón las caras de aquello que tuvieron la mala suerte de coger el tren equivocado, uno se siente poderoso. Capaz de conocer un destino, una vida, unos sueños  y proyectos de los que ya se fueron, y que no llegamos nunca a conocer. En algunos casos, fueron hechos fortuitos los que les llevaron a tomar ese medio de transporte aquella mañana. Una decisión tomada a última hora, un cambio de turno con un compañero, un vehículo roto en esa misma fecha. Hay quien incluso cumplían ese día los años. He podido constatar , que muchos de ellos, realizaban verdaderos esfuerzos por  mantener sus vidas: dos trabajos, cambios de país, contratos precarios....; para llenar unas vidas a las que pusieron fin con un simple gesto, en unos pocos minutos. Resulta desolador comprobar como todo el trabajo de todos ellos por construir sus historias quedó derrumbado de un plumazo, por quienes creen defender causas justas, pero que no son mas que marionetas de sus mentes enfermas y podridas. No sé si existe Alá, Dios u otro ser supraterrenal, y tampoco sé de cual es la voluntad de ellos, si es que tienen alguna. Lo único que es real y eso es en lo que creo, es en la gente que me encuentro cada día, a la que miro a la cara, de la cual sé que ríe y sufre como yo. Gente que se esfuerza por sacarle un poquito de luz a este túnel de existencia con sus sueños, sus proyectos, sus amores, sus cosas. Y si me matan esa verdad, entonces nada tendrá sentido. Paz para los muertos, paz para los vivos.

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