La plaza de Colón, ahora en primavera, es lo
más parecido a lo que tendría que ser el mundo entero. Sin llegar a ser el
paraíso, algo más relista y mundano, se convierte al medio día en un lugar de
relax, convivencia e intercambio.
Me refiero a la de Madrid, que en estos días
en los que comienza a calentar el sol, se brinda solidaria, a que la gente se
tumbe en su césped a tomar los primeros rayos.
Es un lugar muy céntrico de la urbe, y quizá
en eso estribe su atractivo, en que está accesible y en un lugar de paso para
muchos, ofreciendo un momento de descanso dentro del aturdimiento y las prisas
de la ciudad.
A la hora de comer, en ella, se juntan gentes
de todos los pelajes sin por ello producirse ningún conflicto. Desde los
ejecutivos mancebos que con sus trajes de Armani se arriesgan al tiznajo de
hierba, al grupo de empleadas de una empresa de limpieza que terminaron su
turno; desde los jóvenes de cualquier etnia que se ejercitan en el equilibrio
del patinente, a quienes no dudan en ponerse en baños menores sobre toalla a
conseguir un broceado, al que en sus reducidos pisos de interior no pueden
aspirar.
Es placentero sentarse un rato y observar.
Dejar que el calor te vaya sedando y comtemplar ese grupo de gente, por una vez
en armonía, mientras que de fondo la fuente majestuosa lanza el siempre
sosegante agua que simboliza los mares que Colón cruzó en busca de un Mundo
Nuevo.
Parejas que se arrullan y se besan, perros
que se revuelcan en el suelo ofreciendo sus tripas a sus amos para que,
puñeteros de ellos, se las acaricien. Palomas unas intentando cazar las migas
que caen y les lanzas de los bocadillos, otras rondando alrededor de su
semejante hembra para conseguir sus favores y así asegurar que sus hijos,
palomitas pequeñas, gocen también de ese lugar en la primavera próxima
Resulta tranquilizador pensar, que es posible
un lugar así. Un Mundo Nuevo, en el que se cruzan y comparten tierra gente tan
dispar. La guiri nórdica que intenta quitar un poquito de la nieve de su piel a
base de sol, el mexicano que con cámara y plano en la mano muestra su ansia por
empaparse de esa madre patria que les trajo la “civilización”, los empleados de
la “hora” que cansados de patear calles y recibir insultos se sientan un rato a
compartir unas risas entre compañeros, las secretarias que bajan de sus tristes
oficinas a comer sus sándwich mientras comparten chismes, cotilleos, antes de
volver de nuevo a la rutina...
Es un lugar singular, sin duda, esta plaza a
las tres de la tarde, cuando se reposa la ambición y los proyectos, y tan solo
se atiende al quietud, a la calma, a la serenidad. Es costumbre descalzarse y
sentir el frescor de la hierba bajo la planta de los pies, a la par que se
degusta un bocado. De ese modo todo es posible y no hay lugar para el odio o la
aversión. Las diferencias no existen cuando se busca un objetivo común. Tampoco
es tan difícil la fórmula, consiste en pararse por un momento a descansar y a
disfrutar de esto que hay aquí, del regalo que es la vida. Una conversación, un
poco de sol en la cara, en el cuerpo, algo de comida, nada de prisas, y... la
paz está asegurada.
Quizá esta Plaza de Colón sea de lo mejor que
se ha conseguido después de tanta expedición y tanta conquista, tanta guerra de
independencia y tanto mestizaje a veces forzado. Si don Cristóbal levantase la
cabeza y viese este lugar a su nombre dedicado, quizá sintiese haber
descubierto algo realmente bueno.
Para encontrar El Dorado, quizá tan solo
baste con tumbarse un ratito bajo el astro rey y compartir con los demás esa
dicha.
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