domingo, 28 de agosto de 2016

VERANO DEL 41

El olor a siega se mezclaba con el de pino que las ráfagas de cálido viento traían desde el monte. El calor de aquel día, intenso, había forzado al campo a soltar su aroma. Dos años escondido y aún se embriagaba con aquello. Por eso se había resistido a marchar, a huir. Eso era de cobardes, y él no lo era. Aquella era su tierra, su casa, su alma.

Una cosa es permanecer escondido, en la retaguardia, esperando el momento propicio para volver a la lucha, y otra bien distinta darse por vencido, perder la dignidad y la honra. Y entre día y día de pesaroso cautiverio, tomaba valor para bajar al pueblo.

El verano no se lo ponía fácil, porque despertaba en él más nostalgias que el invierno. Sobre todo cuando le llegaba la música de lejos, la que tocaban en la plaza; que era como un fantasma al que no veía pero que le poseía el cuerpo. Cerraba los ojos y en su mente la veía bailar con su vestido nuevo. Pequeñas flores verdes sobre un fondo malva. Podía sentir bajo su mano ajada, su cintura y oler el perfume que del pelo manaba.



No había luna, y como una serpiente pegado al suelo se deslizó. Era casi amanecido, y la oscuridad le propiciaba su objetivo. Por estar cerca de ella, le merecía la pena correr el riesgo. Poder decirla, hablarla. Aunque ella no llegase a verle a él, aunque fuera desde la distancia. Esos pequeños momentos le servían para continuar, para resistir.

-¿Volverás?
-Te lo juro
-Por lo que más quieras.
-Por ti, que eres lo que más quiero. ¿Y tú me esperarás?
-Siempre.
-¿Me serás fiel?
-Hasta que no respire

Ella cumplió, por eso cuando llegaron a su casa. Los guardias, ella no habló. Ni con el dolor de los golpes habló. Ni con la sangre corriéndole entre los muslos habló. No habló aquel día, ni al siguiente, ni durante los cinco que la torturaron. Ella no habló y él lo supo. Por eso no le quedaba otra que bajar de vez en cuando a visitarla. Para poder decirla, hablarla. Aunque ella no llegase a verle a él, aunque fuera desde la distancia.

-Estoy aquí, mi vida. Esta vez me ha costado más. Vino ayer mi hermana, a traerme algo de comer, y me contó que vuelven a buscarme. No se cansan. ¡Ya ves! Pero yo no me rindo. Eso nunca. Por ti, por mí, por todos. Eso nunca. Aguardo sólo, para poder volver a la lucha. ¿Te acuerdas cuando le cantábamos a las estrellicas? Eras capaz de inventar cada noche una copla nueva. Ahora, allí arriba, en el monte las canto yo. Así me siento que estoy contigo. Sí. Estoy contigo.

Aquel día, había sido muy caluroso, más de lo normal aún para un agosto de Jaén, por eso, susurrándole a la novia, se quedó dormido. Se descuidó. Quizá sin saberlo del todo, queriéndolo.

Al abrir los ojos, el sol le daba en la cara.

-Ven ustedes, ahí está.

-Levántese con las manos detrás de la cabeza.

Aturdido. Miró alrededor. Y paradójicamente no sintió miedo. Casi sintió alivio.

-¡Yo no me rindo!- gritó.

-No haga tonterías, y haga lo que le decimos.

Los fusiles le apuntaban.

Miró el retrato de ella en el mármol incrustado.

-Yo no me rindo. Sólo que me dejen con ella.

El sepulturero le miraba a los ojos.

-¿Me dejarás con ella?¿Aquí?- la tumba de la novia señala.

Los fusiles apuntaban.

-Déjese de comedias y vengase al cuartel.

Por los ojos, las lágrimas le brotaban. ¡La rabia!

En es el suelo una herrumbrosa cruz entre la paja asomaba. Se agachó, la cogió, y tras besarla, con ella y un enérgico impulso, el pecho se traspasaba.


La sangre manó roja y corrió por sus manos, por sus palmas. Cayó a la tierra y ya con ella se mezclaba.