El olor a siega se mezclaba con
el de pino que las ráfagas de cálido viento traían desde el monte. El calor de
aquel día, intenso, había forzado al campo a soltar su aroma. Dos años
escondido y aún se embriagaba con aquello. Por eso se había resistido a
marchar, a huir. Eso era de cobardes, y él no lo era. Aquella era su tierra, su
casa, su alma.
Una cosa es permanecer escondido,
en la retaguardia, esperando el momento propicio para volver a la lucha, y otra
bien distinta darse por vencido, perder la dignidad y la honra. Y entre día y
día de pesaroso cautiverio, tomaba valor para bajar al pueblo.
El verano no se lo ponía fácil,
porque despertaba en él más nostalgias que el invierno. Sobre todo cuando le
llegaba la música de lejos, la que tocaban en la plaza; que era como un
fantasma al que no veía pero que le poseía el cuerpo. Cerraba los ojos y en su
mente la veía bailar con su vestido nuevo. Pequeñas flores verdes sobre un
fondo malva. Podía sentir bajo su mano ajada, su cintura y oler el perfume que
del pelo manaba.
No había luna, y como una
serpiente pegado al suelo se deslizó. Era casi amanecido, y la oscuridad le
propiciaba su objetivo. Por estar cerca de ella, le merecía la pena correr el
riesgo. Poder decirla, hablarla. Aunque ella no llegase a verle a él, aunque
fuera desde la distancia. Esos pequeños momentos le servían para continuar,
para resistir.
-¿Volverás?
-Te lo juro
-Por lo que más quieras.
-Por ti, que eres lo que más
quiero. ¿Y tú me esperarás?
-Siempre.
-¿Me serás fiel?
-Hasta que no respire
Ella cumplió, por eso cuando
llegaron a su casa. Los guardias, ella no habló. Ni con el dolor de los golpes
habló. Ni con la sangre corriéndole entre los muslos habló. No habló aquel día,
ni al siguiente, ni durante los cinco que la torturaron. Ella no habló y él lo
supo. Por eso no le quedaba otra que bajar de vez en cuando a visitarla. Para
poder decirla, hablarla. Aunque ella no llegase a verle a él, aunque fuera
desde la distancia.
-Estoy aquí, mi vida. Esta vez me
ha costado más. Vino ayer mi hermana, a traerme algo de comer, y me contó que
vuelven a buscarme. No se cansan. ¡Ya ves! Pero yo no me rindo. Eso nunca. Por
ti, por mí, por todos. Eso nunca. Aguardo sólo, para poder volver a la lucha.
¿Te acuerdas cuando le cantábamos a las estrellicas? Eras capaz de inventar
cada noche una copla nueva. Ahora, allí arriba, en el monte las canto yo. Así
me siento que estoy contigo. Sí. Estoy contigo.
Aquel día, había sido muy
caluroso, más de lo normal aún para un agosto de Jaén, por eso, susurrándole a
la novia, se quedó dormido. Se descuidó. Quizá sin saberlo del todo,
queriéndolo.
Al abrir los ojos, el sol le daba
en la cara.
-Levántese con las manos detrás
de la cabeza.
Aturdido. Miró alrededor. Y
paradójicamente no sintió miedo. Casi sintió alivio.
-¡Yo no me rindo!- gritó.
-No haga tonterías, y haga lo que
le decimos.
Los fusiles le apuntaban.
Miró el retrato de ella en el
mármol incrustado.
-Yo no me rindo. Sólo que me
dejen con ella.
El sepulturero le miraba a los
ojos.
-¿Me dejarás con ella?¿Aquí?- la
tumba de la novia señala.
Los fusiles apuntaban.
-Déjese de comedias y vengase al
cuartel.
Por los ojos, las lágrimas le
brotaban. ¡La rabia!
En es el suelo una herrumbrosa
cruz entre la paja asomaba. Se agachó, la cogió, y tras besarla, con ella y un
enérgico impulso, el pecho se traspasaba.
La sangre manó roja y corrió por
sus manos, por sus palmas. Cayó a la tierra y ya con ella se mezclaba.