lunes, 23 de diciembre de 2019

EL ÚLTIMO ARMARIO


Se han vencido, o se lucha aún en batallas contra la exclusión social de muchos colectivos: mujeres, homosexuales, transexuales, razas, culturas…, pero queda un grupo, enorme, mundial y cada vez más extendido al que aún no se le ha prestado apoyo. El estigmatizado, el olvidado y marginado conjunto de personas con enfermedades mentales. Esas personas que habitan en todo el planeta que acaban, en los casos más leves aislados, incomprendidos por amigos y familiares, y en los más graves, engrosando la lista de suicidios, o abandonados en reclusiones, en algunos casos inhumanas.

Cuando una persona se rompe un hueso, cuando sufre un cáncer o espera un trasplante, cuando tiene cualquier dolencia física, recibe la comprensión de su entorno, pero cuando lo que se ha quebrado no sale en un análisis de sangre o en una radiografía, el abandono social hacía la persona enferma es brutal.

El deprimido, el que sufre de ansiedad, fibromialgia o cualquiera de las dolencias que no detecta un bisturí o un microscopio, deja al paciente sumido en la soledad de la incomprensión y rechazo social. Al sufrimiento que padece por su enfermedad, tiene que sumar la de frases tipo: “tienes que ser fuerte”, “eres muy negativo”, “eso que hasta que tú quieras”, “no seas tan débil”, “eres un flojo”, “cobarde”, “no le pones voluntad”, “eso te pasa por tu mala actitud”, “no tienes motivo para estar así”…, toda una retaila de frases que hieren como un punzón al rojo vivo, y que agravan la enfermedad, con un sentimiento de culpabilidad injustamente atribuido.

Estar deprimido, sentir angustia, falta de energía, dolor, o tantas otras dolencias que produce el cerebro, porque sí, el cerebro es otro órgano, igual que en páncreas o el hígado, y como tal, también puede enfermar, no es una decisión propia del enfermo. Nadie quiere sentir miedo constante, o una tristeza que no censan.


La soledad del enfermo mental es tal, que en ocasiones ni los propios profesionales de las salud, algunos, les apoyan. Frecuente se da el caso de médicos, que más preocupados por dar buenos resultados de altas, y de no derivar a especialista de salud mental, por no involucrarse con el celo que requiere la gravedad de estas enfermedades, envían a sus paciente a tratamientos ineficaces, les tratan con dureza, o les devuelven a sus rutinas y problemática vida, a la fuerza, más heridos y desvalidos aún. Sin tener en cuenta la fragilidad de este tipo de enfermo. Y si el enfermo acaba empeorando por su mala gestión, si acaba arrojándose un puente abajo, el médico siempre tendrá una disculpa o una automentira para lavar su conciencia. Al fin y el cabo, el enfermo mental es una persona débil que no alcanza para defenderse, para buscar la justicia que se le niega, para señalar al amigo que le abandona, o al familiar que no le comprende.


El enfermo mental aún está metido en el armario, con la diferencia que al resto de la sociedad le parece bien que siga ahí escondido, sin que nadie le vea, sumido en la oscuridad y el abandono, como temiendo que si se le reconoce, nos contagie de su pena, de su desgracia, de su horror. Pero lo paradójico es que cada vez las enfermedades mentales se extienden más y más, porque la inhumanidad, el egoísmo y la falta de amor son el campo de cultivo de estas dolencias, y por justicia divina, quien ahora rechaza, quizá se vea en el futuro sufriendo este estigma alimentado por todos. Porque no es una cuestión de voluntad. Nadie quiere estar enfermo, nadie lo elije. Un día te llega, y no sabes cómo ocurrió.

Sólo la comprensión y el apoyo a las personas con una enfermedad mental, sólo el abriéndoles las puertas de esos armarios en los que están recluidos, conseguirán parar lo que se puede considerar ya, la peste de los siglos, de los tiempos modernos.

jueves, 20 de diciembre de 2018

TRAVIS


Travis no era un perro valiente, a su pesar. Era guapo, el que más que he conocido, y sus ojos miel me enamoraron hace muchos años. Creía que era hembra, al principio, cuando le vi por primera vez. Por la dulzura de su rostro, su gesto suave. Había nacido en territorio hostil, en manos de un enajenado que acumulaba perros sin orden ni concierto. Hacinado junto con sus congéneres, aislado del mundo de los humanos, sobrevivía en medio del horror, entre peleas, hambruna y canibalismo. Así que sus traumas, como no podía ser de otro modo, se forjaron desde cachorrillo.
Travis tuvo, dentro de su mal comienzo en la vida, suerte de ser rescatado, ya de adulto. Se lo llevaron junto a los otros a un albergue, donde su mirada se tropezó con la mía.

Allí le vi, un día de otoño, quizá como el de hoy, y siguiendo las pautas de una educadora canina, me encomendé a curar su herida del alma, sus miedos. Fin de semana, tras fin de semana iba a visitarlo, y a base de salchichas conseguía que cada día anduviera unos pasos más. Tras meses, un año entero me costó, conseguí que llegara hasta un parque cercano, como a dos kilómetros de su refugio en el que se sentía seguro.
Compartimos muchas horas de paseos, cepillado, confidencias. Mirando el lago, en su patio, mientras cepillaba su abundante pelo…., me perdía entre la suavidad de su tacto, y en la belleza de sus ojos.
Cuando paseábamos levantaba su mirada sumisa hacia mí, buscando mi protección, y aprobación. Esa mirada ámbar enmarcada en un blanco nuclear. Ojos preciosos de ángel. ¡Me enseñó tantas cosas, y me dio tanta paz!
Abrazarlo me daba vida, y a cambio yo le masajeaba para calmar su inseguridad que nunca llegó a eliminar, su miedo y su estado de alerta constantes. Heridas psicológicas herencia de aquel comienzo suyo tan terrible.
Fuiste envejeciendo, a mí también ya me han salido canas y arrugas a tu lado. Y cada vez los paseos fueron más cortos.
Intenté en una ocasión llevarte a mi casa, pero comprobé que sufrías mucho en un nuevo entorno, que se te hacía una pesadilla el salir de tu aquel reciento al que te aclimataste, tu refugio. Y yo incapaz de verte sufrir, porque el sentir tu angustia, llenaba mi corazón de dolor, te regresé con los tuyos, tus compañeros caninos, entre los que tenía hasta una novia.
Un día, hace pocos meses, me contaron que te habían adoptado. Una joven pareja te llevaba a su casa.
Lejos de alegrarme, me entristecí. Te conocía muy bien, sabía que lo ibas a pasar muy mal. Ya a tu edad, con un corazón débil, ese estrés no iba a venirte bien. Me consolé pensando que no pasarías el calor del verano, ni el frío del invierno, pero yo te hubiera dejado vivir en el que era ya tu hogar. Rodeado de tus colegas que te querían y re recibían con aullidos y lametones cada vez que regresábamos de nuestros pequeños paseos.
Tenías un rabo preciso, parecía un plumero, porque de tu mezcla de sangres heredaste algo de los perros nórdicos. Ese rabito sólo lo mantenías erguido en el albergue, en donde habías encontrado tu lugar, y en donde te sentías tú.
Al salir de allí, ya nunca lo levantaste, y esta noche pasada, lo abandonaste en su total languidez, y quedó inerte ya para siempre.
Me consuela que viviste muchos años, aunque siempre pocos para los que mereceríais los perros, y recibiste un amor que habrá quien nunca en su larga vida conocerá. Un amor grande, puro, incondicional y verdadero.
Me dejas un poco más sola, y triste, y pensando que el más allá cada vez se torna más apetecible, sabiendo que tú, junto con otros, correteáis por allí.
Como mil veces te susurré lanzando mi cálido aliento hacia tus peludas y lobunas orejas: Travis, te quiero.


miércoles, 22 de noviembre de 2017

APACHE

Fuiste mi primer caballo, mi único caballo. Poseer un animal de tu categoría, no es barato, y por eso era reticente a tu compra. Me opuse, pero quien te trajo, quién te impuso de regalo a mí, no atendía a sensatez, ni a mandato alguno, así que mis “noes” no sirvieron más que para gastar energía y saliva; porque antes de que me diera tiempo a asumir tu posible presencia, ya estabas bajo mis piernas: respirando, andando, sintiéndome.

Tu hermosa capa Pía en Isabela (blanco y marrón) inspiraron sin duda tu nombre: Apache. Tu aspecto era igual al de los caballos que montaban los indios en las míticas películas del Oeste. Lo que te dotaba de una singular hermosura.

¡Contigo aprendí tantísimo! Tuve que aplicarme en las formas de arreglarte para la monta, en tu limpieza, tus cuidados, tu alimentación. Todo era nuevo y terriblemente apasionante para mí. Fuiste bueno y paciente desde el principio. Aturdido, en los inicios de nuestra relación, sin saber cómo interpretar mis torpes órdenes, cuando no sabía guiarte ni a derecha, ni a izquierda, ni en el “so”, ni en el “arre”. Perezoso andaluz, que no gustabas andar por el sol, y miedoso perdido para cruzar charcos. No fui capaz de hacerte pasar por ninguno.

Cuando tienes de amigo a un caballo, como eras tú, es como que un nuevo mundo con infinidad de incógnitas se abriera en un momento. Cada día que iba a verte, mi estómago se tensaba. Sabía que aún sin querer, un mal movimiento involuntario por tu parte, podría acarrearme fatales consecuencias, dadas tu fuerza y tamaño. Así que era todo observarte, medir la distancia y cuidar cada uno de tus gestos.

Los caballos sois seres excepcionalmente sensibles, capaces de oler el viento, de escucharlo. A pesar de vuestra altura y magnitud física,  el cuero que cubre vuestro impresionante cuerpo responde al más ligero de los roces, de los contactos. Una extensa red de sensibilidad neuronal recorre toda vuestra superficie. Vuestros oídos siempre en alerta y en continuo movimiento, vuestras orejas, son capaces de captar el más mínimo de los sonidos. Vuestro ser, en pleno, está diseñado para permanecer en un estado de vigilancia constante, requisito imprescindible para vuestra supervivencia. Por todo ello, la comunicación con vosotros, es sumamente especial, y responde a un vínculo que tiene que nacer y desarrollarse día a día, un vínculo de confianza mutua, de apego y de complicidad.

Apache, no te quejabas cuando te colocaba mal la cabezada, que era las más de las veces, que incluso aplastaba tus orejas para conseguir hacerlas pasar por donde debían, y de últimas, incluso me ayudabas y tomabas tú sólo el bocado con los dientes. Solías guiarme tú a mí, más que yo a ti, porque no me gustaba ni forzarte, ni hacerte un paseo incómodo. Me negué en redondo a utilizar fusta o espuelas. Quería que fuera una relación lo más amable posible, desobedeciendo a la clásica escuela de dominancia, que predomina en la doma equina. En realidad no me gustaba montarte. Mi peso, más el de la silla me parecían demasiado para tu lomo. No me sentía cómoda sobre ti. Por el contrario, disfrutaba más a la vuelta cuando te quitaba todo el correaje, cuando te aliviaba del peso de la montura, cuando te duchaba, cuando te cepillaba y limpiaba tus cascos. Cuando te acariciaba y te contaba cosas al oído.

Tus ojos. Escudriñar tus ojos me fascinaba. Aquellas grandes pupilas ovaladas, como aplastadas. Tan mágicas, tan misteriosas. Esas enormes pestañas que coronaban tus párpados. Absorbía, bebía toda tu belleza como si fueras un cáliz sagrado. Tu musculatura, tu piel brillante de sudor. Tu mezcla de colores, tu pelaje.

Otro momento de comunión entre nosotros, se producía con la comida. Ponerte tu ración de pienso,  paja y alfalfa era algo que me encantaba. Verte hundir tu hocico en el montón de grano y degustarlo, me llenaba de satisfacción. Y sobre todo, me divertía horrores, darte zanahorias. Esas que astuto detectabas en mis bolsillos, y que hociqueabas, aun teniendo de por medio la tela de la chaqueta, y el plástico de la bolsa que las envolvía.

Apache, me encantaba rodear con mis brazos tu cuello, y creo que a ti también que lo hiciera. Sentir tu calor.

Al principio de subirme en ti, no sabía ni como conducirte, y al final, casi eras capaz de leer mi pensamiento, y te adelantabas con tu movimiento a mis intenciones. De ahí tu nobleza. Tú, capaz de derribarme y destrozarme a voluntad, doblegado a mis caprichosos deseos. Fue muy bonita nuestra historia.

Me enteré que te fuiste hace poco. Me tuve que despedir de ti hace unos años. Cosas de la vida, del torpe e imperfecto amor entre humanos. Él y yo no podíamos seguir juntos, y yo no podía cuidarte, alimentarte. Así que te di unos últimos besos. ¿Recuerdas? Unos últimos abrazos y unas últimas zanahorias. Lloré. Y te eché muchísimo de menos. Había momentos en que sentía una especia de necesidad física de ti, te tocarte, de acariciarte, de besar esa parte blandita entre tus ollares.


Apache, cuando supe que te habías marchado, sentí enormemente no haber estado a tu lado en tus últimos momentos, para consolarte, para volver a decir que te quería y que fuera lo que fuese lo del más allá, sería hermoso, muy hermoso, porque seres como tú van allí.

miércoles, 5 de julio de 2017

VIDA DE PERROS


La naturaleza siempre manda. Cada uno hemos nacido con unas características que determinan, en buena parte, la trayectoria de nuestros caminos. Hay rasgos de nuestras personalidades, que queramos o no, estarán siempre presentes y nos acompañaran hasta el último aliento.

En mi caso, es la querencia perruna. Esa atracción por los canes que me lleva acompañando desde siempre que recuerdo. No levantaba medio metro del suelo y ya andaba, en las vacaciones estivales, rodeándome de cuadrúpedos que medían más que yo. Gozaba de sobetear a los perros lobo, que mi vecino, del pueblo al que iba en verano, utilizaba de eficaces guardianes del ganado vacuno. Mi empatía por ellos hacía que sisara, de la nevera, comida a mi madre, y se la bajase a ellos, hambrientos siempre. Y al tener que regresar a mi ciudad y despedirme de aquellos de entonces, ¡qué tragedia!, ¡qué lloros! Iba uno por uno, diciéndoles adiós con tierno beso en la cabeza, mientras comprendía en mi prematura lucidez, que quizá al año siguiente ya alguno de la jauría faltaría, incapaz de soportar el duro invierno de hielos y hambre. Tal pensamiento provocaba aún más que mi llanto les emparara sus preciosos pelajes. Les abrazaba y encontraba en ellos consuelo a cualquiera de los duelos infantiles, que por cualquier contratiempo o capricho, en aquellos días pudiera tener.


Aquello fue el prólogo de una vida en la que comenzaron a aparecer cánidos. Tras años de insistente, incansable y machacante demanda a mis padres por tener un perro, dieron su brazo a torcer con mi primogénita Wendy, a la que adopté con tan sólo quince días, y a la que saqué adelante, a pesar de mi adolescencia, con noches en vela y biberones cual bebé humano. Su muerte tras trece años de leal compañía me sumió en una depresión y un dolor tal, que me hizo renegar de ellos, y no querer que perro alguno volviera entrar en mi casa.

Pero con el paso de los años, y el alivio de aquel primer luto, comencé a flaquear. Porque hay pasiones a las que no se les puede poner mordazas, ni cerrar puertas, y al tiempo hallé el modo de compaginar su compañía, evitando el encariñamiento excesivo. Comencé a colaborar con una protectora de animales. Allí podía mantener contacto con gran variedad de canes, y aunque el que la mayoría manifestase patologías físicas y/o mentales supusiese un hándicap, el gozo de poder mantener contacto con esta bendita especie, se sumaba la satisfacción de prestar mi ayuda a mejorar sus maltrechas vidas. Amadriné a Travis, mestizo, medio pastor alemán, medio nórdico, enfermo de miedo y dulce como la miel, de la que sus ojos tienen el color. De cuyo tutelaje y terapia me sigo encargando después de 9 años, ya.

Y así trascurrían mis días felices con ellos, pero sin ellos, hasta que no tardó en atravesarme con su flecha el cupido canil, y cruzárseme en mi vida un tal Romeo. Otro mestizo color canela de diez años que me sedujo, haciendo honor a su nombre, y al que me fue imposible cerrarle las puertas de mi casa, y las de mi corazón. Pude por su edad, disfrutar pocos años de él, pero fue ese tiempo tan intenso y cargado de tantos momentos especiales, que su despedida fue dura al extremo. Aunque para entonces, ya el dolor no me servía de disuasión para alejarlos de mi casa. Romeo y la lucha que mantuve contra mi  propia debilidad me ayudaron a tomar la determinación de que lo mío no era capricho, si no vocación. Una razón de ser, y un objetivo de vida. Una misión, la de ayudar a todo perro que pueda, el mejorar sus vidas y el alimentarme de su amor. Con todos y cada uno de ellos he aprendido y he desarrollado el músculo de mi corazón. Con ellos no he dejado de ensayar el cariño ni un solo instante, y frente a las continuas decepciones humanas, los perros me han servido para no abandonarme en la amargura, y me han ayudado a ser mejor persona.

Es de ley que les devolvamos la confianza que ellos pusieron en nosotros, desde el inicio, desde el momento en el que decidieron desgajarse de su vida salvaje y libre para sentarse a nuestro lado, para acompañarnos en nuestro caminar. La única especie que eligió seguirnos. Abandonó la trepidante existencia lobuna y se hicieron domésticos. No merecen ni traición, ni abandono. No puedo dar mejor consejo que el que se dejen abrazar por sus miradas, que se dejen enseñar a querer, a querer de verdad, sin condiciones, sin cuidados, sin mesura. Quizá ellos sean los verdaderos enviados de Dios, quizá sean los verdaderos profetas, los verdaderos mesías.

Actualmente compagino mi pequeña colaboración con la protectora, con mi nueva amiga Rita a la que no llega el año que adopté. Una canijilla mezcla de mil colores y mil razas, y  lista como un ratón. Es joven y espero que la vida nos depare mucho tiempo juntas. Ojalá todo el mundo fuera capaz de sentir lo que yo siento cuando estrecho su pequeño cuerpecito contra mí. Ojalá, porque sería un regalo de felicidad tan grande que aminoraría en gran porcentaje el  cupo de errores que se cometen a diario. Ojalá algún día, todo el mundo sepa apreciar esta maravilla de la vida. Ojalá, ya no sólo por salvarles a ellos, sino también por salvarnos nosotros.

domingo, 23 de abril de 2017

VIEJOS

Mano sobre mano. Casi ciego y con una sola pierna. Sentado y silencioso. Así se pasaba sus últimas tardes, sus últimos días. Ya tampoco oía bien, y muchas de las veces le tenías que repetir las cosas dos veces y en alto. Por supuesto mi abuelo, que en otro tiempo fue vigoroso, alto y fuerte, y aunque pobre de recursos económicos, hábil en sensatez e inteligencia, valiente y justo.

Yo andaba entonces mal, triste, adolescente y por ende, perdida. Una vida nueva, en una nueva ciudad, a esa edad, no ayudaba a que encontrase mi lugar en el mundo. Así que mis días transcurrían de esta manera, junto a él. Al salir del instituto y con férrea disciplina, me obligaba a estudiar y a leer lo mandado.

Pese a su sordera, que ya mencioné, se percataba de mi andar descalzo. – Vas a ponerte mala. Los refriados se cogen por los pies— me regañaba mansamente. Yo me sorprendía de su capacidad para percibir que andaba sin zapatillas por la casa. Luego tomaba una bolsa de patatas fritas y la compartía con él, que aunque sin más dientes que uno, gustaba de deshacerlas en su boca y de sustraerles el sabor.

Y en esos momentos de complicidad compartida de nieta y abuelo se producía el milagro.  Era entonces, cuando los dos callados entre bocado y bocado, yo con mi libro entre las manos, surgía el encuentro.

— ¿Qué estás leyendo hoy? — me preguntaba dirigiendo su cara hacia mí, pero con sus ojos opacos de cataratas incapaces de percibirme con claridad.

— Tengo que leerme El Quijote— le contestaba.

Porque tuve la fortuna de pertenecer a una generación, en la que todavía en los planes de estudios era de obligada su lectura, y la Literatura reconocida asignatura de prestigio y necesaria presencia.

Yo para entonces, envuelta en el atolondre propio de la edad, no valoraba más allá. No era otra cosa para mí que una asignatura más, y una tarea de pesaroso cumplimiento. Y de aquellos días saco la enseñanza de que, muchas veces, la vida nos guía en contra de nuestra voluntad por el buen camino. Los caminos de Dios…
—¿Y en qué capítulo estás? —proseguía mientras degustaba el tubérculo manjar no entre los dientes, sino más bien entre encías. A lo que yo contestaba con el título del pasaje que correspondiere esa tarde. Y tras unos segundos de silencio, se arrancaba a relatarme con sorprendente certeza el contenido del episodio. Sí. Mi abuelo. No doctor, ni ingeniero. Era un simple agricultor que había aprendido a leer con El Quijote. Porque antes, en la Mancha, en las escuelas pobres de España en las que una única maestra daba clases a niños de muy diferentes edades, no había otro manual para enseñar las letras. El Quijote como único libro de lectura. Benditas criaturas que, pese a sus carencias materiales, frente a los actuales de móviles, tablets y ordenadores, poseían el mayor de los tesoros y la mayor de las fortunas al iniciarse en la lectura con tamaña joya.

Yo me maravillaba y me quedaba perpleja escuchándole. Acertaba en casi puntos y comas, y me deleitaba al escucharle y comprobar que con sus noventas años, era capaz de recordar con tan magnífica precisión la mejor novela del mundo, la creación literaria más grande de todos los tiempos.
Ahora ya no está, años hace que marchó. Pero cuando quiero recordarle, me viene a la memoria esas tardes de conjunta lectura. Le puedo ver sentado ahí en su sillón, contándome lo que yo al tiempo leía.
Viejos hombres y viejos libros. Unos aprendiendo de los otros, y los otros de los unos. Pasaron después y pasarán muchas otras lecturas ante mis ojos, muchas otras historias, pero siempre reinarán, sobre todas, aquellas tardes en las que mi abuelo y yo nos fundíamos con Cervantes en perfecta armonía, consiguiendo que por un momento la vida pareciera eterna.




domingo, 5 de marzo de 2017

AGUSTINA DE ARAGÓN

Sentada en el suelo, con sus deditos chicos y regordetes, repasaba la figura de la fotografía. Deslizaba sus yemitas de los dedos por el vestido, por el pelo, por el rostro de la mujer de la imagen. Su abuela dormida en el sillón había dejado caer el libro de sus manos. Alba con sus dos ojos como faroles y con sus sólo siete años, escudriñaba la estampa de la legendaria artillera aragonesa. Desde su corta edad no alcanzaba a comprender la magnitud del asunto, pero la intuición femenina que le era patrimonio por herencia de siglos, provocaba en ella una incontenible curiosidad. Dio un respingo cuando oyó a su madre, que a su espada la regañaba:

-¡Ya estás con el libro de la abuela! Cuando despierte se enfadará y con razón. Le cambias la página y luego no sabe por dónde iba leyendo.

-Es Agustina de Aragón-, contestó muy resuelta, la enana.


-Sé quién es. Tu abuela no tiene nada mejor que hacer que andar leyendo siempre y metiéndote disparates en la cabeza-. Lo dijo bien bajito para que su madre no alcanzara a oírla desde el plácido sueño que la había dejado con la cabeza ladeada colgando, y con un fino hilo de baba corriéndole por la barbilla. -¡Anda!, ayúdame a poner la mesa, que tu padre llegará en breve y querrá cenar, que vendrá cansado del trabajo.

-¿Por qué tú no trabajas, mamá?

-Porque tuve que dejar de trabajar para cuidar de ti.

Un enorme portazo despertó de golpe a doña Hortensia

-¡Vaya con la puerta! ¡Todos los días igual, no sabe este hombre cerrar con cuidado!-protestó la anciana.

-Vamos a ver mujer, que luego dice que no pega ojo por las noches. ¡Normal, si se pasa el día durmiendo!- Alfredo irrumpió en el comedor con la misma cara cansada de siempre. La niña corrió a echársele en los brazos vociferando “papás” durante la carrera.

Alfredo la dio un enorme beso, y acto seguido procedió de la misma manera con su esposa. Avanzó lánguido hasta el sofá y se dejó caer. Sin casi esfuerzo tomó el mando de la televisión y la encendió.

-Papá- se le acercó la niña-, yo de mayor quiero ser como Agustina de Aragón.

-Esa sí que es buena- sonrió el hombre-. ¿Y se puede saber el motivo?

-Porque dice la abuela que era una mujer muy valiente, que defendió su pueblo de quienes querían quitárselo.

-¡Carmen -gritó Alfredo desde su hundido asiento-, dile a tu madre que no le cuente tonterías a la niña, que se nos acaba metiendo en la Legión!

Doña Hortensia saltó de la butaca como un resorte, como si le hubieran puesto brasas en el trasero.

–¡La niña será lo que quiera ser! ¡Faltaría más! ¡Y yo no le cuento tonterías, le digo las verdades, que sea una mujer valiente que luche por lo que ella crea, que no se doblegue ante nadie y que sea libre!-. Comenzaba a enrojecérsele la cara.

Entro Carmen en el salón con una fuente de boquerones fritos.- ¡Venga a cenar ya, que se me hace tarde, que aún tengo que bañar a la niña, y planchar! ¡Que no me da el día!

Doña Hortensia siguió con el discurso:- ¡eso, eso, tu no pares, total…, como no trabajas…, que lo que haces en casa todo el día, como una esclava, es ocio! ¡Y gratis, sin cobrar un duro!

-¡Mamá, por favor, tengamos la fiesta en paz!

-Doña Hortensia, que yo también hecho una mano, pero no querrá que después de estar todo el día fuera de casa como un cabrón...-protestó Alfredo, sin poner demasiado empeño, y sin desviar la mirada de la pantalla del televisor.

Alba miraba a unos y a otros, y lejos de asustarse por el alto tono de la discusión, ponían tremenda atención para descifrar lo máximo posible de todos aquellos mensajes.

-¡Niña, tú estudia mucho! -la abuela insistía con su disertación-. ¡Consigue un buen trabajo y que te paguen lo mismo que a tus compañeros! ¡Defiende la igualdad, la justicia! No te dejes pisar, ¿me oyes? ¡Nunca! -Doña Hortensia movía el brazo derecho a cada frase apuntando con el índice a la pequeña.

-Abuela, ¿defender la igualdad con un cañón, como Agustina de Aragón?- preguntó la pequeña Alba, visiblemente emocionada, dando pequeños saltitos y agitando los brazos en el aire.

-¡Claro que sí reina mía, defiende la igualdad con un cañón, o con lo que hiciera falta!



jueves, 9 de febrero de 2017

HASTA QUE LA MUERTE LES SEPARE

Esta mañana salía temprano a pasear a mi perra, y me he topado en el rellano de la escalera con mi vecina que esperaba el ascensor. Iba vestida de negro. –Se ha muerto mi suegra-, me ha dicho. La he correspondido con el conveniente pésame y hemos bajado juntas, comentado que se iban al pueblo al entierro y esas cosas.


En la calle también de negro, aguardaba el marido. Con el gesto grave y los ojos cargados. También le presenté mis condolencias. La esposa le ha cogido de la mano con una ternura y un afecto infinitos. Cogidos así les he visto alejarse camino del coche. He pensado que esa estampa era, y no otra, la imagen de un amor verdadero.