Ya lo sabía yo.
No podía ser de otro modo. En cuanto abrí el periódico y leí la noticia se me
heló la sangre. Toda la piel igualita que la de una gallina. Me dije: - ¡ya lo venía yo venir! -.Y mira que me
preocupé yo en llamar a los hijos desde mi propia casa. Y los hijos, ¡claro!,
uno en Bilbao y el otro en Córdoba. De punta a punta, en sus negocios, en sus
cosas.
Y luego me llamó
la policía. Mi marido me advirtió que yo cuanto menos hablase mejor. Y qué les
voy a decir, pues nada. Si total, ya qué más da.
Hubiese hecho
para tres años que trabajaba en la casa del señor Serrano, que para mí don
Manuel. Así le llamaban los amigos. Que buena cuadrilla tenía y venían a verle.
Últimamente se quejaban de que no les acompañaba tanto. Este hombre se nos está apolillando, Bernarda - me decían-; a ver
si le anima a que salga más-. Yo me encogía de hombros y seguía a lo mío,
porque esta pandilla de abuelotes han leído lo suyo, y una se siente zafia al
hablar delante de ellos, aunque don Manuel tenía en cuenta mi opinión y me
pedía consejo para todo, que si para una corbata, que si para comprar esto o lo
otro... En Navidades me hacía buenos regalos, pero todo comprao, nada de la casa, no se vayan a pensar. Era generoso y yo
estaba la mar de a gusto con él. Tenía muchas joyas de su señora que E.P.D.,
pero esas ni tocarlas. Si tuviese hijas,
-me decía-, sería distinto. Los hijos son más independientes y a las
nueras no me sale el regalarles esto. A ver si llegan a tener alguna chiquilla
y ya heredarán todos estos recuerdos. Hará un par de semanas que me sacó
todo el joyero y me anduvo contando la historia de cada pieza. El collar de tal
aniversario, los pendientes de cuando nos hicimos novios, la pulsera de cuando
nació el mayor, etc. Últimamente me entorpecía mucho la faena, y me seguía como
un perrillo por la casa para contarme andanzas de cuando mozo.
A doña Carmen no
llegué a conocerla. Entré poco después de que falleciese. Antes se ve que se
apañaban entre los dos y ahora pues, yo era la que le limpiaba y le guisaba. No
era mucha tarea, porque un hombre solo, ya me dirá usted lo que ensucia. Y
comer, cada vez menos. Últimamente he tirado para alimentar a una familia.
Apuro me daba vaciar los perolos en el inodoro. Que tal como se los dejaba, así
me los encontraba.-Se me va a poner malo-,
le regañaba, pero se echaba una risilla y a sus cosas.
Una tarde al
entrar me lo encontré en el salón sentado con el álbum de fotos encima de las
rodillas. Adormilado. Con todas las persianas bajadas. Me dio un vuelco el corazón,
pero al sentirme llegar abrió los ojos. -¿Qué
hace aquí con to cerrao?-, le grité, -que
se le va a asfixiar el pajarillo.
Rubio era un
canario que tenía la mar de resalao.
Era el único que ponía algo de alegría y bullicio con sus cantares y su color
amarillo.
Al pájaro no le
dejaba de atender. Le cambiaba su alpiste, su agua, le aseaba la jaula. Le
gustaba hacerlo a él, porque me decía que su mujer le adoraba.
-Todas las mañanas cuando Carmen se
levantaba, lo primero que hacia era correr a abrir bien el balcón para que
Rubio comenzase con sus trinos, -me relataba el hombre-. Luego miraba si hacia calor o frío para
colocar al bandido éste a la sombra o al sol. Como un rey le tenia, más que a
mí le cuidaba. Se lo compré cuando se fue el pequeño de casa. Por eso de que se
ocupase de algún ser vivo y no echase tanto en falta a los chicos. Un perro o
un gato quizá hubiese sido mejor,
pero se le antojó el pajarillo una mañana de paseo por el rastro.
En estos meses
atrás me ganaba el sueldo más escuchándole que haciendo cosas. En cualquier
momento se me presentaba en la cocina y me pedía que me sentase para que le
escuchase sus batallas. Yo:-que no hago
naaaa, don Manuel- ;y él: -¡ni falta
que hace!
Daba gloria
oírle porque se le ponía una cara de bendito que pa que. Entornaba los ojillos en señal de echar la memoria
atrás, y luego iba hilando unas historias con otras.
-A doña Carmen la conocí en la guerra, para
que vea usted que hasta en las peores circunstancias puede lucir el sol,
-me narró un día-. A mi batallón lo
destinaron a su pueblo y nos fuimos instalando en las casas de por allí. A mí
me tocó en la suya, y nada más verla me pareció el ser mas hermoso que hasta
entonces había visto. Pero antes había mucho respeto, y en los meses que estuve
allí ni rozarla una mano más que en el baile que hicieron para la patrona. Que
no eran tiempos de festejar, pero algo también había que alegrar al personal.
Luego carta va y carta viene. Y así tres
años. Sin vernos. Para que vea lo que han cambiado las cosas. Cuando ya ahorré
un dinero aquí, me fui para su casa a pedirle la mano al padre. Que para
aquello había que tener más valor que para estar en el frente -se reía-. Yo sabía desde el primer instante que no
podría vivir sin ella, y, sin embargo, ya hace tres años que...
Terminaba las
historias con los ojillos vidriosos y yo al verle así, me levantaba sacudiéndome el delantal y echaba a hacer
algo con brío, para darle a él fuerzas.
-¡Venga, don Manuel!, que la vida es muy
generosa. Ya le traerá nietos, y gozará con verles, -le animaba.
Cuando me decidí
a llamar a los hijos fue el día que le oí decir que no pegaba ojo y que la cama
se le crecía por las noches. Fue también por esas fechas que le anduvo
susurrando al canario que pronto se encontrarían con la amita.
Los hijos, tanto
uno como el otro, le restaron importancia. Dijeron que ya hablarían con él para
que fuese a hacerse un chequeo, o un análisis. Y con esas me colgaron. ¡Como si
en la sangre se pudiesen ver las ideas y las penas!
Pero claro, yo
de esto ni mu a los agentes cuando me
llamaron. Se ofrecieron a acompañarme al piso a recoger mis cosas. Porque
aunque tenía llave no podía ir sola, ni lo hubiese preferido.
Para que luego
digan que no existe el amor, que yo bien claro lo veía todos los días en la
mirada del don Manuel, que si le hubiesen dado a elegir, hubiese preferido irse
él antes que su señora.
El cáncer se la
llevó, según me contó. El puñetero cáncer que a saber de qué diablos hay tanto.
- Cuando los médicos me dijeron que no tenía
ya más vida, yo le hubiese dado la mía. No
sabía si dejarla en el hospital o traerla a casa. Pero ni tiempo me dio a tomar
la decisión. Quizá me intuyó preocupado por tener que elegir entre una u otra
cosa, y quiso ahorrarme el trance. Así
que una mañana que andaba vistiéndome para ir a la clínica me llamaron para
decirme que ya había fallecido, con la frialdad e indiferencia del que no
pierde nada, y yo, en ese instante, creí que mi corazón se paraba también, o
eso es lo que hubiese querido.
Doña Carmen sí
que tuvo que ser guapa por lo que veía yo en las fotos, las que se empeñaba en enseñarme una y otra
vez. Esas en color sepia que parecen traer un romanticismo que ya hoy no se
lleva. Siempre aparecían cogiditos del brazo.
Por eso yo
enseguidita me supe la verdad, en cuanto me eché el periódico a la cara. No me
hizo falta llegar a la casa de don
Manuel con los dos policías y ver la jaula del pájaro abierta junto con la
puerta del balcón. Don Manuel Serrano Díez, no había tenido un descuido al
cruzar la vía, como relataba la noticia del diario.
Desde la foto de
bodas enmarcada en plata, esa que tenía en la mesita del recibidor, lo decía
claro cuando me salía ya, antes de cerrar la puerta delante de los agentes. El
señor Serrano, don Manuel, no se tropezó con ninguna vía al intentar cruzarla, sino que se fue directo
a coger un tren, ese que le llevaría con su mujer y su amor, ya para siempre.
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